por Sergio Alejandro Gómez
La Doctrina Monroe, sintetizada en la frase «América para los americanos», fue elaborada por el entonces secretario de Estado John Quincy Adams y atribuida al presidente James Monroe en el año 1823. Establecía que cualquier intervención de los europeos en América sería vista como un acto de agresión que requeriría la intervención de Estados Unidos
Aunque a muchos nos gustaría responder a
esa pregunta con un «no» rotundo y asegurar que nuestra región está
blindada contra las pretensiones del presidente James Monroe en 1823 y
su «América para los americanos» –que debe leerse como «América para los
estadounidenses»–, sería un error menospreciar los riesgos latentes.
Hay al menos dos condiciones que se deben cumplir para que los estadounidenses logren avanzar en sus propósitos.
La primera es mantener divididos a los
países latinoamericanos y caribeños, azuzar sus diferencias y
convencerlos de que los triunfos individuales pasan inevitablemente por
el debilitamiento de las naciones vecinas.
Fue así como potenciaron a las
oligarquías regionales y ayudaron a frustrar el plan bolivariano de una
gran unión de naciones. Casi dos siglos después, no es muy distinta la
técnica empleada para desmontar mecanismos de integración como la
Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), La Unión
de Naciones Suramericanas (Unasur), Mercosur y la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños (Celac).
La segunda condición es imponer la teoría
del miedo y que Washington aparezca como el único garante posible de la
seguridad y tranquilidad regionales.
Si en la época de Monroe los enemigos
eran las viejas potencias coloniales europeas, ahora se habla de
terrorismo, la injerencia rusa o la competencia económica de China. En
todos los casos, la hegemonía de Estados Unidos y su injerencia en los
asuntos internos de los países se venden como un «mal menor» frente a
las amenazas externas.
Así justificaron la ocupación de Cuba y
Puerto Rico a principios del siglo XX y las constantes intervenciones en
Centroamérica. Luego, la contención del comunismo fue la excusa para
los ataques contra la Revolución Cubana, el apoyo a las dictaduras
militares y los planes contrainsurgentes que dejaron decenas de miles de
muertos y desaparecidos.
La desintegración del campo socialista y
de la Unión Soviética no evitaron que Washington enfilara sus cañones
contra los gobiernos progresistas que surgieron desde finales del siglo
pasado y que en poco tiempo le cambiaron el rostro a América Latina y el
Caribe.
Se avanzó como nunca antes en la
nacionalización de los recursos naturales, la reducción de la pobreza y
la búsqueda de fórmulas propias de complementariedad. Se creó el ALBA,
Unasur y, como paso final y más ambicioso, la Celac.
«La unidad dentro de la diversidad», como
uno de los pilares de la Celac, reconocía un principio elemental: no
hacía falta compartir el mismo proyecto político para beneficiarse de la
integración.
Durante esos años y en un proceso
paralelo, China pasó a ser uno de los socios económicos más importantes
de América Latina al comprar buena parte de sus materias primas e
invertir cientos de miles de millones de dólares en el desarrollo de
nuevas industrias con mayor valor añadido.
El breve lapso de predominio indiscutido
de Estados Unidos luego de la desintegración de la Unión Soviética dio
paso a la emergencia de actores importantes como los Brics (Brasil,
Rusia, India, China y Sudáfrica). En América Latina y el Caribe creció
la conciencia de que ningún país, ni siquiera los más grandes, podía
hacer frente por su cuenta a los retos políticos, económicos e incluso
medioambientales del siglo XXI.
Asimismo, la presión regional fue una de
las razones que forzaron al presidente Barack Obama a reconocer el
fracaso de su política hacia Cuba y avanzar hacia la normalización de
las relaciones entre La Habana y Washington.
Aunque ni por un segundo la anterior
administración abandonó sus objetivos estratégicos de dominación, sí se
vio obligada a transformar los métodos y dirigirse en un modo más
respetuoso no solo a los líderes cubanos, sino a los de toda el área.
En un discurso ante la Organización de
Estados Americanos (OEA), en noviembre del 2013, el entonces secretario
de Estado, John Kerry, aseguró que la Doctrina Monroe «había muerto» y
que su país aspiraba a una relación «de iguales» con la región. Sus
palabras no eran una epifanía moral, sino el simple reconocimiento del
cambio en el ambiente político.
En cualquier caso, contrastan con las de
su sucesor republicano, Rex Tillerson, quien proclamó la «plena
vigencia» del pensamiento monroista poco antes de partir a una gira
reciente por varios países de América Latina y el Caribe, en la que
aprovechó para redoblar los ataques contra la Revolución Bolivariana.
Más allá de las diferencias en los
métodos, profundizar la hegemonía sobre América Latina y el Caribe es un
objetivo de seguridad nacional de Estados Unidos, que trasciende las
diferencias partidistas y los escándalos que rodean a la Casa Blanca de
Donald Trump.
Las palabras de Tillerson provienen no
solo de una administración que hizo campaña con un discurso
antinmigrantes e irrespetuoso hacia varios países al sur de sus
fronteras, sino que marcan un cambio en la forma en que Estados Unidos
percibe el balance de fuerzas en lo que pretenden que sea «su patio
trasero».
Los republicanos cosecharon los
resultados de la guerra silenciosa de Obama contra gobiernos
progresistas en Argentina y Brasil. Asimismo, redoblaron los ataques
contra Venezuela que ya había sido declarada una «amenaza inusual y
extraordinaria a la seguridad nacional y la política exterior».
Los métodos pueden cambiar, pero el
objetivo sigue siendo el mismo: eliminar cualquier ejemplo de
resistencia. Ese es el pecado de la Revolución Bolivariana, como lo fue
antes en el caso de Cuba, que más de medio siglo después sigue
recibiendo el castigo del bloqueo.
En el horizonte está la VIII Cumbre de
las Américas en Lima, Perú, donde la estrategia estadounidense una vez
más consiste en promover las divisiones al tratar de evitar la presencia
de Venezuela.
«Algunos parecen haber olvidado las
lecciones del pasado», alertó el General de Ejército Raúl Castro en su
discurso en la XV Cumbre Ordinaria del ALBA, tras señalar que Washington
«vuelve a subestimar a nuestros pueblos».
Lo que está en riesgo es que se cumplan
los deseos de James Monroe y se posterguen por otros 200 años la
independencia y unidad de América Latina y el Caribe.
ALGUNAS CONSECUENCIAS DE LA DOCTRINA MONROE
1846: México pierde la mitad de su territorio a causa de una invasión estadounidense.
1898: Estados Unidos
interviene en la guerra hispano-cubano y también se anexa a los
territorios de Puerto Rico, Guam, Filipinas y Hawai.
Luego, en 1901,
incluyen la Enmienda Platt en la Constitución cubana, para garantizar
sus derechos a intervenir en los asuntos internos cuando consideraran
conveniente.
1903: Washington
promueve la independencia de Panamá de Colombia para negociar el acuerdo
del canal interoceánico en mejores términos. Los panameños tendrían que
esperar casi un siglo para recuperar la soberanía sobre esa parte de su
territorio.
1910: Primera ocupación
de Nicaragua, que se repite varias veces durante los años siguientes.
Enfrentan allí la resistencia heroica del ejército descalzo de Augusto
César Sandino.
1954: La cia orquesta el derrocamiento del gobierno democráticamente electo de Jacobo Árbenz en Guatemala.
1959: Inicia la guerra sucia para derrocar a la Revolución Cubana, que se mantiene hasta nuestros días.
1973: Estados Unidos
apoya y ayuda a organizar el golpe de Estado contra Salvador Allende en
Chile. Se abre una etapa de dictaduras militares en la región apoyada y
asesorada por Washington.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario