miércoles, 21 de marzo de 2018

¿PUEDE TRIUNFAR LA DOCTRINA MONROE EN EL SIGLO XXI?

por Sergio Alejandro Gómez

La Doctrina Monroe, sintetizada en la frase «América para los americanos», fue elaborada por el entonces secretario de Estado John Quincy Adams y atribuida al presidente James Monroe en el año 1823. Establecía que cualquier intervención de los europeos en América sería vista como un acto de agresión que requeriría la intervención de Estados Unidos


¿Puede Estados Unidos lograr sus objetivos actuales de dominio sobre América Latina y el Caribe con una doctrina de principios del siglo XIX?
Aunque a muchos nos gustaría responder a esa pregunta con un «no» rotundo y asegurar que nuestra región está blindada contra las pretensiones del presidente James Monroe en 1823 y su «América para los americanos» –que debe leerse como «América para los estadounidenses»–, sería un error menospreciar los riesgos latentes.
Hay al menos dos condiciones que se deben cumplir para que los estadounidenses logren avanzar en sus propósitos.
La primera es mantener divididos a los países latinoamericanos y caribeños, azuzar sus diferencias y convencerlos de que los triunfos individuales pasan inevitablemente por el debilitamiento de las naciones vecinas.
Fue así como potenciaron a las oligarquías regionales y ayudaron a frustrar el plan bolivariano de una gran unión de naciones. Casi dos siglos después, no es muy distinta la técnica empleada para desmontar mecanismos de integración como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), La Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), Mercosur y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac).
La segunda condición es imponer la teoría del miedo y que Washington aparezca como el único garante posible de la seguridad y tranquilidad regionales.
Si en la época de Monroe los enemigos eran las viejas potencias coloniales europeas, ahora se habla de terrorismo, la injerencia rusa o la competencia económica de China. En todos los casos, la hegemonía de Estados Unidos y su injerencia en los asuntos internos de los países se venden como un «mal menor» frente a las amenazas externas.
Así justificaron la ocupación de Cuba y Puerto Rico a principios del siglo XX y las constantes intervenciones en Centroamérica. Luego, la contención del comunismo fue la excusa para los ataques contra la Revolución Cubana, el apoyo a las dictaduras militares y los planes contrainsurgentes que dejaron decenas de miles de muertos y desaparecidos.
La desintegración del campo socialista y de la Unión Soviética no evitaron que Washington enfilara sus cañones contra los gobiernos progresistas que surgieron desde finales del siglo pasado y que en poco tiempo le cambiaron el rostro a América Latina y el Caribe.
Se avanzó como nunca antes en la nacionalización de los recursos naturales, la reducción de la pobreza y la búsqueda de fórmulas propias de complementariedad. Se creó el ALBA, Unasur y, como paso final y más ambicioso, la  Celac.
«La unidad dentro de la diversidad», como uno de los pilares de la Celac, reconocía un principio elemental: no hacía falta compartir el mismo proyecto político para beneficiarse de la integración.
Durante esos años y en un proceso paralelo, China pasó a ser uno de los socios económicos más importantes de América Latina al comprar buena parte de sus materias primas e invertir cientos de miles de millones de dólares en el desarrollo de nuevas industrias con mayor valor añadido.
El breve lapso de predominio indiscutido de Estados Unidos luego de la desintegración de la Unión Soviética dio paso a la emergencia de actores importantes como los Brics (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). En América Latina y el Caribe creció la conciencia de que ningún país, ni siquiera los más grandes, podía hacer frente por su cuenta a los retos políticos, económicos e incluso medioambientales del siglo XXI.
Asimismo, la presión regional fue una de las razones que forzaron al presidente Barack Obama a reconocer el fracaso de su política hacia Cuba y avanzar hacia la normalización de las relaciones entre La Habana y Washington.
Aunque ni por un segundo la anterior administración abandonó sus objetivos estratégicos de dominación, sí se vio obligada a transformar los métodos y dirigirse en un modo más respetuoso no solo a los líderes cubanos, sino a los de toda el área.
En un discurso ante la Organización de Estados Americanos (OEA), en noviembre del 2013, el entonces secretario de Estado, John Kerry, aseguró que la Doctrina Monroe «había muerto» y que su país aspiraba a una relación «de iguales» con la región. Sus palabras no eran una epifanía moral, sino el simple reconocimiento del cambio en el ambiente político.
En cualquier caso, contrastan con las de su sucesor republicano, Rex Tillerson, quien proclamó la «plena vigencia» del pensamiento monroista poco antes de partir a una gira reciente por varios países de América Latina y el Caribe, en la que aprovechó para redoblar los ataques contra la Revolución Bolivariana.
Más allá de las diferencias en los métodos, profundizar la hegemonía sobre América Latina y el Caribe es un objetivo de seguridad nacional de Estados Unidos, que trasciende las diferencias partidistas y los escándalos que rodean a la Casa Blanca de Donald Trump.
Las palabras de Tillerson provienen no solo de una administración que hizo campaña con un discurso antinmigrantes e irrespetuoso hacia varios países al sur de sus fronteras, sino que marcan un cambio en la forma en que Estados Unidos percibe el balance de fuerzas en lo que pretenden que sea «su patio trasero».
Los republicanos cosecharon los resultados de la guerra silenciosa de Obama contra gobiernos progresistas en Argentina y Brasil. Asimismo, redoblaron los ataques contra Venezuela que ya había sido declarada una «amenaza inusual y extraordinaria a la seguridad nacional y la política exterior».
Los métodos pueden cambiar, pero el objetivo sigue siendo el mismo: eliminar cualquier ejemplo de resistencia. Ese es el pecado de la Revolución Bolivariana, como lo fue antes en el caso de Cuba, que más de medio siglo después sigue recibiendo el castigo del bloqueo.
En el horizonte está la VIII Cumbre de las Américas en Lima, Perú, donde la estrategia estadounidense una vez más consiste en promover las divisiones al tratar de evitar la presencia de Venezuela.
«Algunos parecen haber olvidado las lecciones del pasado», alertó el General de Ejército Raúl Castro en su discurso en la XV Cumbre Ordinaria del ALBA, tras señalar que Washington «vuelve a subestimar a nuestros pueblos».
Lo que está en riesgo es que se cumplan los deseos de James Monroe y se posterguen por otros 200 años la independencia y unidad de América Latina y el Caribe.

ALGUNAS CONSECUENCIAS DE LA DOCTRINA MONROE
1846: México pierde la mitad de  su territorio a causa de una invasión estadounidense.

1898: Estados Unidos interviene en la guerra hispano-cubano y también se anexa a los territorios de Puerto Rico, Guam, Filipinas y Hawai.
Luego, en 1901, incluyen la Enmienda Platt en la Constitución cubana, para garantizar sus derechos a intervenir en los asuntos internos cuando consideraran conveniente.
1903: Washington promueve la independencia de Panamá de Colombia para negociar el acuerdo del canal interoceánico en mejores términos. Los panameños tendrían que esperar casi un siglo para recuperar la soberanía sobre esa parte de su territorio.

1910: Primera ocupación de Nicaragua, que se repite varias veces durante los años siguientes. Enfrentan allí la resistencia heroica del ejército descalzo de Augusto César Sandino.
1954: La cia orquesta el derrocamiento del gobierno democráticamente electo de Jacobo Árbenz en Guatemala.
1959: Inicia la guerra sucia para derrocar a la Revolución Cubana, que se mantiene hasta nuestros días.
1973: Estados Unidos apoya y ayuda a organizar el golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile. Se abre una etapa de dictaduras militares en la región apoyada y asesorada por Washington.

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