por Marco Cortés
El capitalismo actual ha devenido en un
capitalismo de consumo. Ha mutado en un mercado donde se transan, venden
y acumulan emociones. A la economía actual no la constituye el valor de
uso tanto como su valor emotivo. ¿No es precisamente en esta era, la de
las mercancías inmateriales, cuando las emociones adquieren mayor
importancia?
Las emociones cumplen una doble función, no sólo son mercancía, sino también medio de producción. Este nuevo mercado que nos arroja a un consumo constante hace transacciones con las emociones, pues sólo ellas pueden garantizar la productividad y el rendimiento no ya de los obreros, desechados por un capitalismo de tipo industrial, que tenía a la fábrica como modelo social, sino de los consumidores, con el centro comercial con sus vitrinas transparentes de exhibición permanente, como arquetipo social y personal. ¿Un acercamiento a la dictadura del proletariado? ¡Jamás! Convertir al obrero en consumidor, otorgarle la ilusión de la libertad, la de decisión y la felicidad que el pueda alcanzar. El mismo consumidor quien para su búsqueda incesante de la felicidad ve en lo racional el obstáculo de su “desarrollo personal”. De hecho, es interesante ver la forma como durante las décadas cuando más se impulsaron las medidas neoliberales en Occidente (los años 70 y 80 del siglo pasado) la economía también dio paso al despliegue de las emociones para explotar una especie de subjetividad liberada.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han
afirma que efectivamente el neoliberalismo de nuestra era trae consigo
nuevas técnicas de poder. Tomando como referencia la crítica marxista, y
continuando aquella desplegada por el brillante francés Michel
Foucault, afirma que nuestra era debe prescindir de la racionalidad
porque esta es objetiva, general y permanente, opuesta a la situación
subjetiva, situacional y volátil de la emocionalidad.
De hecho, los artefactos tecnológicos y
el incremento exacerbado de las telecomunicaciones nos pulverizan
cualquier tipo de “continuidad y construyen inestabilidad”. Y esta falta
de certeza es terreno fértil para una economía de consumo que se
alimenta de la obsolescencia programada en todos las esferas de nuestra
vida. Nos cansamos de la misma pareja, necesitamos artefactos
tecnológicos actualizados, incluso precisamos reinventarnos a nosotros
mismos todo el tiempo. ¿Pero acaso no es propio del ser humano el
cambio? Así es, ¿pero qué cuando ese cambio está basado en las necesidades que impone el mercado?
El capitalismo de consumo
necesita generar emociones para estimular y crear necesidades en los
compradores que aceleren la adquisición que maximice el consumo.
En esta era, las necesidades no existen, se crean constantemente con
los productos que la tecnología nos ofrece, que la imagen “hiperreal”
que los mass media reproducen.
Pero esto no sería posible sin la
creación previa de una emoción, un deseo, un afecto, una carencia, que
hábilmente la publicidad y el marketing saben decodificar muy bien
gracias a las infinitas hordas de datos que suministramos a Google con
cada clic, cada like y cada play. Este “emotional design” diseña
las emociones perfectas para que incluso creamos la ilusión de que las
necesidades estaban allí previas a las mercancía, cuando
realmente la mercancía que se crea es previa a la compra material, es
intangible, es la emoción, la experiencia, la sensación. Creemos que
algo nos gusta, lo necesitamos y finalmente lo compramos, cuando
realmente la velocidad infinita de los datos nos ha vuelto tan
predecibles como moldeables.
“Y dijo el mercado, hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”.
Es cierto, no nacemos en el mundo
partiendo de ceros, nacemos en uno que ya está constituido con una
gramática que heredamos y gracias a la cual pensamos, percibimos y vemos
al mundo, a nosotros y los otros.
Pero el mundo que estamos heredando es un
mundo creado a partir de la necesidades de la cultura del consumo
infinito. Ya no somos hombres máquina, las máquinas funcionan mejor sin
emociones. Para este capitalismo inmaterial es necesario el hombre en
toda su totalidad. Lo privado, si es que aún había algo de eso
en el inicio del capitalismo industrial del que fue testigo Marx, ha
quedado expuesto a la servidumbre de los deseos de satisfacción del
mercado. Los puntos de fuga donde la emoción escapaba han sido
capturados por toda una psicología de la motivación, de la superación
personal, del entrenamiento motivacional.
Toda una psicología encargada de servir,
aunque no se lo proponga, al cultivo de solamente emociones positivas,
pues solo ellas pueden producir consumo. Solo una emoción positiva puede
desembocar en la compra de un producto que nos dará más felicidad. Las
mercancías de esta era encarnan un imperativo de felicidad que nunca puede ser alcanzado, pero siempre será buscado. Las emociones, recuerda finalmente Han, “representan un medio muy eficiente para el control psicopolítico del individuo”.
La rapidez vertiginosa a la que nos
arroja el mercado no permite siquiera que nos detengamos a disfrutar.
Precisamente por eso, el mercado de consumo no permite la lentitud, el
alto, la reflexión. Walter Benjamin afirma que la experiencia tiene que
ver con lo que se puede narrar. Pero la narración implica reflexión, un
acoplamiento del sentido de lo que somos con lo que fuimos y
viceversa.Pero justamente ese momento de pausa, introspección y búsqueda
del sentido amenaza el constante flujo del mercado.
Benjamin anuncia la pobreza de la
experiencia humana al despojarla de la historia, de la narración, es el
tiempo en que la técnica se erige como promesa de felicidad.
Paradójicamente ese hombre moderno, pobre en experiencia, es “rico” en
ideas de todo tipo de origen y prácticas.
Creemos que el mercado al ofrecernos una
cantidad (casi) infinita de posibilidades nos libera del yugo de la
predeterminación de las tradiciones y la historia. Y quizá efectivamente
fue así hace cerca de un siglo. Pero hoy de hecho la experiencia es
rica, aunque en otro sentido. Se nos venden experiencias, emociones que
podemos no sólo adquirir y acumular, sino desechar y cambiar. La riqueza
de esta experiencia es una ilusión, de hecho sigue habiendo pobreza.
En lugar de ser el hombre quien se
apropia de los objetos y les da un espacio significativo en la narración
de sí mismo, de su vida y de su historia, deja que los objetos le transformen sin ningún atisbo de oposición.
En los objetos del mercado de consumo ya no hay historia, no le
interesa la historia, se borran las huellas. El hombre moderno “añora
liberarse de las experiencias”, allí radica su pobreza. Pero hablar de
experiencias es ante todo referirnos a una vivencia fundamentalmente
compartida, allí radica verdaderamente la pobreza de la experiencia, en
que nos aislamos en nuestras pantallas, nuestros negros espejos que nos
regalan la ilusión de la interconexión no sólo con nuestro cercano, sino
cono todo el mundo.
Los excesos del mercado de
consumo arrojaron al hombre a la exaltación de la técnica, la utilidad y
maximización económica de su vida en favor de las utilidades del
mercado, que usa el mercado de las emociones para precipitar al “animal
emocional” al servicio de las grandes marcas con sus ideales de
perfección y felicidad humana.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario