por Marcelo Colussi
Si a alguien que no conoce los intrincados
vericuetos de lo humano (pongamos, como ejemplo, un ser
extraterrestre), se le intentaran explicar muchas de las conductas que
tenemos quienes hollamos este planeta, nos veríamos en serias
dificultades
Entre otras, solo para graficarlo: ¿cómo es posible que una pequeña minoría en el poder pueda manejar a una tan amplia masa de congéneres? Porque la historia nos muestra que ésta es una estructura dominante desde hace unos cuantos milenios, al menos desde que aparece la idea de propiedad privada. Un muy reducido grupo, a veces una sola persona, dirige el destino de mayorías infinitamente más numerosas: el monarca (emperador, faraón, rey, zar, sultán, Inca, sacerdote supremo o como quiera llamársele), el mandarín, el señor feudal, el patrón de finca, el estanciero, el empresario capitalista, el banquero -¿podría agregarse el burócrata de la Nomenklatura?- toman las decisiones y se aprovechan del trabajo de grandes mayorías… ¡y nadie de esas mayorías levanta la cabeza!
Aunque -¡esa es la buena noticia!- de
tanto en tanto se producen cataclismos sociales y la sociedad cambia: se
cortan las cabezas de los amos y se instaura un nuevo modelo social.
Esa es la historia de las sociedades: la perenne lucha de clases. Cuando
Marx y Engels lo formularon hace 150 años, derrumbaron todas las
especulaciones metafísicas al respecto del funcionamiento de una
sociedad. Hoy día, esa verdad sigue siendo incontrastable. Pero hay un
elemento nuevo, no tan evidente un siglo y medio atrás: la lucha ideológico-cultural alcanzó ribetes insospechados, apelando a las técnicas más refinadas y eficientes.
El sistema socio-económico -para el caso:
el capitalismo- se mantiene a sangre y fuego. Las luchas de clases
siguen tan presentes ahora como antaño (¿de dónde surgió la tamaña
estupidez que la historia y esas luchas habían terminado?). Continúan
absolutamente al rojo vivo, y ahí está la represión continuada de la que
el campo popular sigue siendo objeto. La preconizada “resolución
pacífica de conflictos” no puede pasar de ser una fórmula “políticamente
correcta”. La roca viva de la propiedad privada de los medios de
producción se mantiene inamovible.
Lo curioso a destacar en este
breve escrito es cómo la derecha, las fuerzas conservadoras, aquellas
que detentan la propiedad privada de esos medios, y por tanto el poder a
nivel social, han profundizado -y de momento ganado- la lucha
ideológico-cultural. Que la ideología mantiene al sistema y es
la otra pata -junto a la represión violenta, junto a las armas- en que
se apoya el edificio social, no es nuevo. Que “la ideología dominante es la ideología de la clase dominante” ya es sabido. Expresado de otro modo: que el esclavo piensa con la cabeza del amo. Lo llamativo es el grado de profundidad y eficiencia que ese manejo ideológico ha alcanzado.
Algunos años atrás, no muchos, parecía
-o, al menos, muchos queríamos creerlo así- que el triunfo de la
revolución socialista era inexorable. El mundo vivía un clima de
ebullición social, política y cultural que permitía pensar en grandes
transformaciones.
Entre las décadas del 60 y del 70 del
siglo pasado, más allá de diferencias en sus proyectos a largo plazo, en
sus aspiraciones e incluso en sus metodologías de acción, un amplio
arco de protestas ante lo conocido y de ideas innovadoras y
contestatarias barría en buena medida la sociedad global: radicalización
de las luchas sindicales, profundización de las luchas anticoloniales y
del movimiento tercermundista, estudiantes radicalizados por distintos
lugares con el Mayo Francés de 1968 como bandera, aparición y
profundización de propuestas revolucionarias de vía armada, movimiento
hippie anticonsumismo y antibélico, incluso dentro de la iglesia
católica una Teología de la Liberación consustanciada con las causas de
los oprimidos. Es decir, reivindicaciones de distinta índole y calibre
(por los derechos de las mujeres, por la liberación sexual, por las
minorías históricamente postergadas, por la defensa del medioambiente,
etc.) que permitían entrever un panorama de profundas transformaciones a
la vista.
Para los años 80 del siglo pasado, al
menos un 25% de la población mundial vivía en sistemas que, salvando las
diferencias históricas y culturales existentes entre sí, podían ser
catalogados como socialistas. La esperanza en un nuevo mundo, en un
despertar de mayor justicia, no era quimérico: se estaba comenzando a
realizar.
Hoy, cuatro décadas después, el mundo
presenta un panorama radicalmente distinto: la utopía de una sociedad
más justa es denigrada por los poderes dominantes y presentada como
rémora de un pasado que ya no podrá volver jamás. “El Socialismo solo funciona en dos lugares: en el Cielo, donde no lo necesitan, y en el Infierno donde ya lo tienen”,
es la expresión triunfante de ese capitalismo que, en estos momentos,
pareciera sentirse intocable. Lo que se pensaba como un triunfo
inminente algunos años atrás, parece que deberá seguir esperando por
ahora. En medio de ese retroceso fabuloso de las luchas populares,
propuestas de redistribución -con mucho de asistencialismo, capitalistas
en definitiva, como lo que se vive hace unos años en Venezuela- pueden
ser vistas como una avanzada. Eso, pareciera, es lo máximo a que se
puede aspirar en este momento como opción socialista.
El sistema capitalista no está moribundo. Para decirlo con una frase más que pertinente en este contexto: “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”, anónimo equivocadamente atribuido a José Zorrilla.
Las represiones brutales
que siguieron a aquellos años de crecimiento de las propuestas
contestatarias, los miles y miles de muertos, desaparecidos y torturados
que se sucedieron en cataratas durante las últimas décadas del siglo XX
en los países del Sur con la declaración de la emblemática Margaret
Tatcher “no hay alternativas” como telón de fondo cuando se imponían los planes de capitalismo salvaje eufemísticamente conocido como neoliberalismo, el miedo que todo ello dejó impregnado,
son los elementos que configuran nuestro actual estado de cosas, que
sin ninguna duda es de desmovilización, de parálisis, de desorganización
en términos de lucha de clases. Lo cual no quiere decir que la historia
está terminada. La historia continúa, y la reacción ante el estado de
injusticia de base (que por cierto no ha cambiado) sigue presente.
Ahí están nuevas protestas y
movilizaciones sociales recorriendo el mundo, quizá no con idénticos
referentes a los que se levantaban décadas atrás, pero siempre en pie de
lucha reaccionando a las mismas injusticias históricas, con la
aparición incluso de nuevos frentes y nuevos sujetos: las
reivindicaciones étnicas, de género, de identidad sexual, las luchas por
territorios ancestrales de los pueblos originarios, el movimiento
ecologista, los empobrecidos del sistema de toda laya (el “pobretariado”, como lo llamara Frei Betto).
Hoy día, según estimaciones
fidedignas, aproximadamente el 60% de la población económicamente activa
del mundo labora en condiciones de informalidad, en la calle, por su
cuenta (que no es lo mismo que “microempresario”, para utilizar ese
engañoso eufemismo actualmente a la moda), sin protecciones,
sin sindicalización, sin seguro de salud, sin aporte jubilatorio, peor
de lo que se estaba décadas atrás, ganando menos y dedicando más tiempo
y/o esfuerzo a su jornada laboral. Muy probablemente, la mayoría de
quienes lean este texto trabajan en esas condiciones. La idea de
sindicato luchador por los derechos de los trabajadores salió de escena.
Hoy día, sindicato es casi sinónimo de mafia, de corrupción, de
desprotección de los trabajadores.
Pero las luchas siguen, sin dudas.
Justamente ahí está el punto que queremos remarcar: el golpe sufrido en
el campo popular ha sido grandísimo, y no solo por las montañas de
cadáveres y ríos de sangre con que se le frenó, sino con la monumental
lucha ideológica que se ha impuesto estos años, que sirve como freno con
más fuerza aún que las masacres, las torturas, las desapariciones
forzadas.
En esto de la lucha ideológica, hay que
reconocerlo -reconocerlo para, laboriosamente, estudiar el fenómeno y
buscar las alternativas del caso- la derecha ha tomado la delantera. La
hegemonía ideológico-cultural, en este momento, está de su lado,
completamente.
En términos globales se ha entronizado un
discurso derrotista, casi de resignación, adaptacionista: “¡sálvese
quien pueda!”. Una forma de entender el mundo donde pareciera que la
idea de cambio se ha ido esfumando. Claro que eso no se dio por arte de
magia: hay un poderosísimo y muy bien articulado trabajo detrás, donde
se complementa la represión sangrienta, la precarización laboral (tener
trabajo es casi un lujo, y hay que cuidarlo como tesoro) y los aparatos
ideológico-culturales funcionando a pleno.
Los dueños del capital saben lo que
hacen, y sus tanques de pensamiento, todo su monumental aparato
ideológico-propagandístico -realizado con las más refinadas técnicas de
control social- tienen claro el cometido: mantener el sistema a cualquier costo.
Sin dudas, lo saben hacer muy
bien. Los resultados están a la vista: una pequeñísima, casi
insignificante minoría tiene el control del mundo. Las grandes mayorías
estamos desorientadas, adormecidas. ¿Por qué no reaccionamos? Porque el
trabajo de amansamiento está muy bien realizado.
¿Cómo podría explicarse que una posición
de derecha, reaccionaria, conservadora, mezquina e indolente ante el
sufrimiento de la humanidad, se imponga sobre propuestas progresistas?
¿Cómo es posible, contrariando todo principio de solidaridad y de
racionalidad social, que ganen en las urnas propuestas antipopulares
como Berlusconi en Italia, o Donald Trump en Estados Unidos? ¿Por qué
crecen los grupos neonazis? ¿Por qué los argentinos votan por Macri, o
los guatemaltecos por Jimmy Morales? “Nueve de cada diez estrellas son de derecha”,
se mofaba Pedro Almodóvar; pero la burla encierra verdad. ¿Por qué las
propuestas de derecha conservadora se imponen? ¿Qué ha pasado que buena
parte de la humanidad puede pensar que Nicolás Maduro es un dictador y
que los venezolanos huyen hambrientos de su país? ¿Cómo ha sido posible
que enormes cantidades de ciudadanos latinoamericanos, en vez de buscar
su liberación político-social, terminen en iglesias neo-evangélicas
fundamentalistas? ¿Por qué interesa más el último gol de Messi que la
situación de precariedad económica? Si, como dijera Salvador Allende, la
vocación revolucionaria de los jóvenes es una cuestión “casi
biológica”, ¿por qué hoy las juventudes piensan más en la droga que en
el cambio social? ¿Qué mecanismo obró para que el discurso
revolucionario de décadas atrás de muchos honestos luchadores sociales
-con armas en la mano en muchas ocasiones- se tornara un aguado cliché
“posibilista”, haciendo el coro de la avanzada neoliberal, siendo
cooptados por el sistema con algún cargo menor incluso?
Todo esto se responde con una sola fórmula: ¡lucha ideológica!
Más allá de la provocadora bravuconada de Francis Fukuyama que acompañó
el derrumbe del campo socialista con su triunfal “fin de las
ideologías”, la ideología es el corazón de la lucha de clases
actualmente. La llamada guerra de cuarta generación -la
estrategia del control de mentes y corazones a escala planetaria, hecha
desde unos pocos centros de poder global- está en su cenit. Hoy día la
lucha ideológica es de primerísima importancia.
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