por Julio Martínez Molina
Los poderes hegemónicos tuvieron la
resolución original de machihembrar ideología, dominación e industria
cultural, sempiternamente.
No en balde, Noam Chomsky y Edward Herman subrayan en su obra Los guardianes de la libertad que
“los medios actúan como sistemas de transmisión de mensajes y símbolos
para el ciudadano medio. Su función es la de divertir, entretener e
informar, así como inculcar a los individuos los valores, creencias y
códigos de comportamiento que les harán integrarse en las estructuras
institucionales de la sociedad”.
De tal que no resulte nada sorprendente
que una plataforma como la estadounidense Netflix – responsable hasta
hoy de exponentes televisivos de cierto destaque o calidad como House of Cards u
otros comentados por el autor en su blog de crítica La viña de los
Lumière-, se descuelgue con una teleserie tan manipuladora como Un día a la vez (One Day at aTime, 2017): puro sofisma desde su cabecera al son musical de Gloria Stefan hasta su minuto 27 final.
El material creado por Gloria Calderón
Kellett y Mike Royce -cuya primera temporada puesta en circulación en
enero circulara desde el propio mes en nuestro país a través de los
dispositivos de almacenaje de información y datos- versa sobre una
familia de origen cubano en EE.UU:
decisión comercial de Netflix elucubrada al socaire del “boom Cuba” y
del crecimiento demográfico del consumidor televisual latino en dicho
país.
El problema fundamental de esta sitcom (comedia
de situaciones, con las habituales risas enlatadas) es el carril de
mentiras sobre la cual está montada su estructura argumental y la Isla
ficticia registrada en los diálogos de sus caricaturescos y
ultraestereotipados personajes: defendidos por actores de diversas
nacionalidades, no precisamente criollos.
Un día a la vez es el remake de
la serie homónima de 1975, centrada aquella en el día a día de una
familia blanca en Indianápolis. En la actual versión, de familia latina
en Los Ángeles, Lidia Riera (la puertorriqueña Rita Moreno) es la abuela
cubana asentada en la nación que la colmó de “libertades y
bendiciones”, tras “huir, en 1962, del régimen de Fidel Castro”.
Lidia es la madre de Penélope Álvarez (la
norteamericana-puertorriqueña Justina Machado), una cubanoamericana que
combatió con el ejército yanki en Afganistán. Ella, madre soltera,
tiene dos hijos: la quinceañera Elena Álvarez (la colombiana Isabella
Gómez) y Álex Álvarez (el puertorriqueño Marcel Ruiz). A la casa de
estos cuatro cubanos de tres generaciones la visita siempre un vecino
canadiense-norteamericano llamado Dwayne (el sajón Todd Grinnel).
En el capítulo 9, titulado Viva Cuba -lesa
perla de la demagogia que haría las delicias de Goebbels-, Dwayne llega
a la morada de los Álvarez con una camiseta del Che Guevara, algo ufano
de mostrárselas a los cubanoamericanos. Sin embargo, el acto le parece
insultante a Penélope, la cabeza del hogar.
Ella (e igual sus hijos adolescentes)
mira al vecino como si llevara al demonio en el pecho, le dice
literalmente “comemierda” y le echa en cara su “error”, al manifestarle
que el Guerrillero Heroico “fue un asesino, que quemó libros en hogueras
públicas, ejecutó a inocentes y era la mano derecha de Fidel Castro”.
Luego, se remata: “El efecto es igual que, si al visitar a un judío,
trajeras puesta una camiseta con la imagen de Hitler”.
En el mismo episodio, la abuela Lidia
profiere la versión imperialista de la Operación Peter Pan, esto es que
“Washington tuvo la vocación humanitaria de sacar a 15 mil niños cubanos
a inicios de los ´60, para salvarlos del adoctrinamiento comunista y de
que sus padres no perdieran la padre potestad pisoteada bajo la bota de
Moscú, que convertiría a los chiquillos en picadillo”.
La verdad de quién era el Che Guevara y
qué fue esa siniestra operación de la CIA y el gobierno norteamericano,
como saben todas las personas de este mundo con un mínimo de sensatez y
conocimiento de la historia, resulta la antítesis absoluta de lo
expuesto de forma tan panfletaria, mendaz y aviesa.
Cuanto llama la atención no es solo la
mentira rampante; sino los métodos tan burdos de exponerla, a estas
alturas. Aunque – no hay asombro a la larga-, pues la reproducción de
tales prácticas responde a un designio ideológico manipulador intrínseco
a los mensajes de la oleada colonizadora global que nos amenaza en el
campo de la cultura y a la que se refirió Raúl Castro en su carta de
felicitación por los 55 años de la Uneac, del pasado agosto.
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