Por Marc Muñoz
El
sorpasso de Trump en la elecciones presidenciales de 2016 provocó un
cisma en la nación del dólar. Pese a la debacle emocional, el cine de
esas tierras había anticipado el dibujo de un electorado afín a su
ideología y proclive a las políticas del mandatario estadounidense.
Aunque resulte prematuro dibujar el mapa
en celuloide de la era Trump, no lo es echar una mirada retrospectiva
para localizar esas señales premonitorias lanzadas por los proyectores
de 35 mm. Focos de su retórica misógina, homófoba, racista y
supremacista abrazada por una parte nada desdeñable del pueblo
norteamericano ya fueron retratados por el puñado de películas que
siguen.
LA AMÉRICA DEL DESCONTENTO
“Make America Great Again”, “Americans
first”. Los eslóganes de la campaña de Donald Trump calaron en el tejido
empobrecido de los Estados Unidos rurales y del cinturón de óxido. El
dirigente republicano supo conectar con los desheredados del sueño
americano, los amontonados en las cunetas de la marginalidad, incluso
con una clase media preocupada por el rumbo que su país había tomado con
Obama en el poder.
El cine ya había instruido al espectador
con cantidad de material sobre estas bolsas de pobreza agarradas al
rifle (o los subfusiles), la cerveza barata y el desaliento crónico, que
se esparcen por las amplias extensiones de la América profunda. La
figura del redneck ha sido una constante del cine norteamericano hasta casi convertirlo en un arquetipo de las ambientaciones rurales.
Las complicidades de Trump y su gabinete con la extrema derecha y grupúsculos cercanos o adheridos al Ku Klux Klan han revivido el temor de imágenes que parecían alejadas, o incluso enterradas
Las incursiones han ido desde el terror de la seminal La matanza de Texas (Tobe Hooper) hasta excursiones angustiosas por el drama de supervivencia como la referencial Deliverance (John Boorman). La cinta del director de Excalibur invertía
su metraje en contar la salvaje aventura de cuatro amigos de Atlanta
que, en una salida de fin de semana por el norte de Georgia, se ven
arrastrados hacia una corriente de violencia por parte de los hostiles
locales. La película de Boorman ahondó en el imaginario de esa América
profunda, desconocida y agreste para el intruso, con una virulencia que
sigue resonando años después en filmes como Winter’s Bone (Debra Genik), Comanchería (David McKenzie) o Wind River (Taylor Sheridan).
Las dos últimas con guión de Ty Sheridan,
el espeleólogo actual más aventajado de esos microcosmos expulsados del
ascensor social. Lugares que, a su vez, resultan propicios para
desenmascarar la degradación moral que se acumula en esas comunidades
encerradas y endogámicas, donde la violencia, a veces, resulta
incontrolable, como pusieron de manifiesto La jauría humana , de Arthur Penn; Giro al infierno , de Oliver Stone, o La conspiración en silencio ,
de John Sturges, tres obras que comparten la visión de unos Estados
Unidos que convierten la incomprensión y la intolerancia hacia el
foráneo y/o el desviado en brutales estallidos de violencia.
Aunque como termómetro de los pulsos
vitales, angustias y obsesiones de esas zonas desabrigadas por el
Estado, sobresale la obra de Roberto Minervini. El cineasta italiano ha
edificado un trabajo alrededor de esos desamparados con filmes como Low tide, Stop the Pounding Heart y, especialmente, el documental The Other Side (Louisiana),
en el que, en una de sus secuencias más memorables, muestra a un grupo
de milicias antisistema arremetiendo verbalmente contra Obama mientras
vacían los cargadores de su arsenal en botellas de alcohol —unas
milicias en cruzada contra el poder de Washington DC que también
desfilaban por la cámara de David Byars en el documental No Man’s Land—.
Las más recientes The Florida Project, de Sean Baker, o American Honey,
de Andrea Arnold, son otras dos cintas que proponen una itinerancia por
ese sustrato de la América profunda que ha cautivado y fascinando a
cineastas durante décadas y del que anticiparon ese caldo de desafección
que propiciaría, años después, la investidura de Trump bajo el gancho
de sus proclamas populistas.
LA GRIETA RACIAL
Una de las deficiencias endémicas del
sistema estadounidense se ha visto agravada desde la llegada del
polémico mandatario. Las grietas del racismo y la xenofobia se han
ampliado a través de medidas intolerantes, contrarias a los derechos
humanos y las minorías. Por si fuera poco, las complicidades de Trump y
su gabinete con la extrema derecha y grupúsculos cercanos o adheridos al
Ku Klux Klan han revivido el temor de imágenes que parecían alejadas, o
incluso enterradas, y de las que el cine ha sabido sacar una gran
tajada dramática.
Cuando se habla del racismo en el país de las barras y estrellas una de las primeras producciones en mordisquear la memoria es Arde Mississippi. Alan
Parker se interesó en el caso real de tres activistas por los derechos
civiles asesinados en Jessup, un pequeño pueblo del Mississippi. Aunque
el racismo latente en las zonas residuales del capitalismo
norteamericano ya había copado la atención de directores tan dispares, y
de enfoques tan distintos, como David W. Griffith (El nacimiento de una nación), Norman Jewison (En el calor de la noche), Robert Mulligan (Matar a un ruiseñor), Stanley Kramer (Adivina quién viene esta noche) o Constantin Costa-Gavras (El sendero de la traición),
ejemplos recientes como Loving, Mudbound o la aún por estrenar Green
Book subrayan la vigencia del término “racismo” en el diccionario
yanqui.
ESTADOS UNIDOS, TIERRA DE NO ACOGIDA
El veto migratorio, las deportaciones de
inmigrantes indocumentados y el endurecimiento de los visados y los
requisitos para obtener residencia o asilo, así como el proyecto de
construcción del muro de separación con México, han evidenciado la
agenda xenófoba buscada por la nueva administración. Como consecuencia
directa de esas políticas, salió a la luz la espeluznante instantánea de
varios niños encerrados en una jaula, separados de sus progenitores.
A tal nivel de atrocidad el séptimo arte solo se había acercado desde postulados distópicos como el planteado por Punishment Park,
un falso documental dirigido por Peter Watkins que reimagina unos
Estados Unidos autoritarios en los que el presidente Nixon, en pleno
auge de las protestas de Vietnam, declara el estado de emergencia con la
voluntad de detener a todo aquel que suponga una amenaza para la
seguridad interna.
Sin salirse del estilo documental, con la
intención de denunciar las infames condiciones con las que la
administración Bush (hijo) confinó a los sospechosos de terrorismo en
Guantánamo, Michael Winterbottom dirigió Camino a Guantánamo, un filme crudo sobre ese campamento de horror, prácticas medievales y sistemáticos atropellos de los derechos humanos.
Del mismo modo, también ha existido una voluntad, sobre todo desde la parcela del cine indie, por retratar las duras condiciones de esos inmigrantes sin papeles, desamparados ante la ley. El séptimo día, de Jim Mckay; Take Out, de Sean Baker y Shih-Ching Tsou; Una vida mejor, de Chris Weitz, o Territorio prohibido,
de Wayne Kramer —sobre las redadas del Ice para deportar inmigrantes—,
son muestras recientes de una problemática que seguirá en las agendas de
algunos cineastas mientras el actual inquilino del Despacho Oval siga
con sus políticas de blindaje de fronteras y de deportaciones masivas.
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