por Antonio Lorca Siero
Hoy puede adelantarse, sin tratar de
pronunciarse en términos categóricos, que las realizaciones del ingenio
humano, sus sentimientos y emociones, por citar una parte de su
proyección cultural, giran en torno a todo aquello que adquiere el tinte
de espectacular. De manera que lo que es percibido como tal está
animando a culturizar a las masas, aunque no quede clara su función ni
la forma de cultura. En el proceso juega un papel determinante
el capitalismo , que ha impuesto su modelo de cultura dirigido a
adormecer en parte el intelecto colectivo, primando el desarrollo
comercial de sus empresas. Del otro lado está la masa
de consumidores de las sociedades avanzadas, que acepta sin rechistar
sus planteamientos comerciales como forma de vida, con la condición de
que se les suministre entretenimiento para aliviar ese vacío que
acompaña a las sociedades del ocio. No está excluida de
colaborar en el proceso la burocracia, en su propósito, como dice
Adorno, de neutralización de lo cultural compatibilizándolo con los
propios intereses de la administración. Con lo que la sociedad parece
descargar el desarrollo cultural, que debieran asumir libremente sus
miembros, en representantes de intereses económicos y políticos.
Así pues, llamar la atención entra dentro
del juego comercial, plenamente asumido por las masas y arraigado
prácticamente a nivel universal por las sociedades adelantadas. Lo
espectacular tiene gran acogida y vende. De manera que la creatividad se
ha de mover en ese terreno, lo que sería aceptable si lo hiciera con
libertad. Aunque difícil de sobrellevar la exigencia de la venta, porque
las condiciona, ahora el problema reside en quien controla lo
comercializable. Se trata del empresariado de prestigio de
marca, con poder para determinar qué se vende, puesto que el buen nombre
le da la capacidad de manipular el mercado y la voluntad de los
consumidores. Lo que está fuera de la esfera económica del gran vendedor
no sirve porque no se vende. Con lo que la tenencia al oligopolio
comercial impone su dictadura. Esta última avanza, en las
sociedades de desarrollo pleno o sociedades del ocio, a través de la
doctrina del consumismo y, en la sociedades rezagadas o laboralmente
explotadas, sustituyendo los espacios de ocio por la exigencia de
producción a ínfimo coste, que impone una existencia de subsistencia para que los del otro lado conserven su sociedad del ocio.
El problema de la cultura basada
en lo espectacular es que el espectáculo suele ser emoción de un
momento, que se enfría al instante, y cuando se recupera ya ha
perdido la gracia, porque acusa el paso del tiempo. Claro está que el
proceso de envejecimiento de la mercancía, como se exige que sea
relevada por otra, la fiesta continúa de manera imparable en tanto el
empresariado innove. Al menos, cabe decir que cumple con la función de
entretenimiento de un auditorio agradecido por sentirse aliviado del
peso de la ociosidad, porque sirve para motivar los numerosos huecos que
deja la existencia en las sociedades desarrolladas. El
espectáculo forma parte de la vida y a él no están dispuestos a
renunciar los favorecidos por la tan cacareada sociedad del bienestar.
Los miembros de las otras sociedades desfavorecidas no acusan el
problema del ocio, al menos temporalmente, porque se les ha condenado a
trabajar en régimen de explotación a cambio de existir, con lo que
apenas pueden acudir a la cultura de lo espectacular que ofrece el
capitalismo a los privilegiados.
No cabe hablar de altruismo.
Quienes conducen el carro del progreso material pasan la factura, crean
su mundo de necesidades artificiales con el correspondiente precio a
pagar por los usuarios, encadenados a las modas comerciales. Por si se escapa algo, fomentan
lo espectacular de manera permanente a través de los aparatos de
comunicación, haciendo creer a los usuarios que son ellos los que lo
generan, cuando todo es resultado de la misma máquina de producción.
Los ingenuos productores de espectáculos creen serlo, cuando quien
produce son los otros. Puesto que son estos los que disponen de la
capacidad suficiente para airear a los cuatro vientos o simplemente
silenciar cualquier ocurrencia. La dependencia de las masas de
los medios que permiten la comunicación y la información las hace
especialmente sensibles a la manipulación y a la estupidez, construyendo
sobre esta base la nueva cultura bajo la dirección comercial de las
grandes empresas.
Las redes, tejidas con los
últimos materiales más elásticos y resistentes que cualquier acero, han
sustituido a las viejas jaulas de hierro, en las que se encerraban a los
integrantes de los Estados, y sirven para ser utilizadas a nivel
universal. Allí los sujetos confían sus datos, exponen sus motivaciones y
emociones, aportan cantidades ingentes de información para que los
expertos extraigan conclusiones mercantiles usando maquinaria de última
generación. Bajo su supervisión se va construyendo la nueva
cultura política y económica, donde lo mercantil, ya sea traducido en
votos o en rentabilidad, fija los condicionantes. El acicate es la
noticia, casi siempre una versión sesgada de los hechos, lista para
desinformar, informar a medias o abiertamente captar seguidores de
proyectos comerciales. Los atrapados en las redes, en el uso de
una libertad que no les libera, anotan y hablan, dan opiniones que caen
en saco roto, salvo que sean patrocinados como personajes dispuestos
para la manipulación, atendiendo a su capacidad para despertar pasiones y
sumar seguidores; todo con la pretensión de arrebatarles la
racionalidad para entregarla a la simple emotividad. Así se fabrica una
existencia a la medida de los intereses conductores, canalizando la
diversidad hacia la uniformidad, mientras los incautos seguidores se
sienten ilusionados porque han creado mundo.
En definitiva, las masas se mueven en la creencia de que construyen una nueva cultura,
incluso más amplia que la definida por Tylor, dispuesta ahora para
acoger todas las realizaciones del espíritu humano -incluso la
estupidez-, pero resulta que creyendo ser constructoras de la cultura son simples espectadoras. Quien la construye son, de un lado, la burocracia que establece las normas de convivencias e incluso las costumbres y, de otro, las
multinacionales que venden productos de usar y tirar para satisfacer
necesidades naturales o artificiales. Se crean iconos, simples imágenes,
modelos de nada en tanto no son tocados por la comercializadora pública
o privada otorgándoles la condición de vendibles bajo su patrocinio. Lo demás, es decir, aquello que no supera el trámite de la comercialización, lo
que espontáneamente producen las masas con el sesgo de cultura
autóctona, es como si no existiera, salvo que lo acoja bajo su
protección un patrocinador que lo haga comercialmente rentable.
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