por Javier Tolcachier
Es a través de los medios, con propaganda, información sesgada y
apelando a elaborados guiones cinematográficos, que se intenta
convencer a los públicos sobre las bondades del sistema capitalista, la
cultura occidental y sobre la necesidad y justeza de las guerras
(¿cruzadas?) que son emprendidas en su nombre.
Algo más de ocho millones seiscientos mil venezolanos han participado en
la elección presidencial de este domingo, cuyo resultado ha sido la
renovación de mandato al actual presidente Nicolás Maduro. También se
eligieron los nuevos consejos estadales, aunque la mira estuvo puesta
en el máximo cargo ejecutivo del Estado.
El actual gobernante obtuvo 68% de los votos válidos emitidos,
frente a 21% de su principal contrincante, Henri Falcón. Javier
Bertucci fue apoyado por un 11% de las preferencias y el cuarto en la
contienda, Reinaldo Quijada cosechó algo menos de 35 mil votos.
El acto electoral transcurrió de manera inobjetable
y sin incidencias mayores, según atestiguan los observadores
internacionales invitados a participar. En comparación con las
flagrantes irregularidades ocurridas en las recientes elecciones
hondureñas o las denunciadas por el candidato Efraín Alegre en Paraguay,
el evento eleccionario puede ser caracterizado como absolutamente
legítimo.
Tampoco puede acusarse al
gobierno bolivariano de forzar a los electores a concurrir a las urnas,
ya que el voto en la nación caribeña es optativo, distinto al caso argentino en el que la población debe asistir compulsivamente a votar.
En razón de esta libertad para ejercer o
no el derecho a voto, es que la oposición más radical no puede
autoadjudicarse por completo la abstención, aunque su llamamiento haya
propiciado dicha actitud.
La cifra de votantes que acudió a votar
fue, en proyección del CNE, del 48%, algo más de seis puntos mayor que
la registrada el año pasado en ocasión de la elección de la Asamblea
Nacional Constituyente.
Sin duda que el boicot de la derecha
nacional e internacional incidió, con mayor impacto en las clases medias
y altas, aunque sin duda no en la medida esperada por sus dirigentes.
Por lo demás, la abstención debe ponderarse teniendo en cuenta también
cierto cansancio electoral en la población – convocada cuatro veces en
un año a las urnas –, el existencia de un número incierto de venezolanos
inscritos en el padrón que han emigrado y algunas acciones de
amedrentamiento o boicot, lo cual reduce el universo total posible de
votantes.
Estos avatares, si bien evidencian el
conocido antagonismo de una porción de la sociedad frente a la
Revolución Bolivariana, no hacen mella en la legitimidad misma del
comicio.
En término de caudal propio de votos,
Nicolás Maduro obtuvo una cifra cercana a los seis millones de sufragios
(5.823.728 en el primer corte con el 92% escrutado), perdiendo una
parte de los siete millones y medio de votos obtenidos en 2013.
Es lícito pensar, en un primer
acercamiento, que entre ellos hay un contingente de adherentes
disconformes con la conducción actual y que cierta parte de la población
acusa el embate de las dificultades cotidianas, junto al desgaste
natural de todo gobierno. Por otra parte, el alto número de votos
obtenidos y la claridad del triunfo hablan de la mantención de un amplio
núcleo duro de apoyo al chavismo en la población venezolana.
Si se trata de atender a críticas
externas, como las expresadas por parte del recientemente re-electo
presidente Sebastián Piñera, Chile es uno de los países con mayor abstención del mundo, un 51% en la última elección.
Algo similar se manifiesta históricamente en Colombia, otros de los países inquisidores de la calidad democrática venezolana.
El presidente saliente Juan Manuel Santos fue electo con algo más de la
mitad de los votos del 48% de los votantes. Porcentaje idéntico al
registrado en la elección en Venezuela, algo superior al promedio de la
historia electoral colombiana entre 1978 y 2010, según datos de un
informe de la propia Registraduría Nacional.
¿Y qué hay de los Estados Unidos, el autodenominado guardián universal de la democracia?
En la última elección presidencial hubo un 55.4% de votos válidos sobre
el total de inscriptos, pero debido a un sistema de elección indirecto,
gobierna allí el candidato que sacó una menor votación popular que su
contendiente (46% Trump frente a 48% Clinton).
Incluso la acusación de utilizar un
sistema clientelar o de voto cautivo, debería ruborizar a los gobiernos
de América Latina erigidos en fiscales de la democracia venezolana. Una
extensa galería de esas prácticas puede ser estudiada en el enorme
prontuario antidemocrático mexicano, otro de los gobiernos que apoya la
embestida contra Venezuela.
La condena a la maquinaria de
movilización popular desarrollada por el chavismo, que le ha garantizado
tantas victorias electorales, se explica por el desprecio interesado de
los críticos por la organización popular – decisiva para lograr
conquistas sociales largamente negadas a las mayorías postergadas.
El triunfo electoral de Nicolás Maduro y
de la Revolución Bolivariana, es muy relevante, ya que se inscribe en un
contexto de guerra económica, de sanciones comerciales, de intento de
asfixia financiera, de especulación monetaria aguda, de acaparamiento
intencionado de bienes de consumo básicos o su comercialización ilegal,
de acoso y difamación a sus principales figuras emblemáticas. En suma,
un cuadro similar a las desestabilizaciones que sufrieron muchos
gobiernos progresistas o de izquierdas, que se opusieron a la sinrazón
colonialista del estado del Norte.
El principal problema de la democracia en
Venezuela, no es producto de sus desavenencias políticas internas,
ciertamente existentes, sino que proviene de afuera.
El problema no es Venezuela, sino la política exterior estadounidense
No hay bases sólidas para
deslegitimar la reelección de Nicolás Maduro para otro período de
gobierno. Sin embargo, el “régimen” estadounidense (apelativo que suele
usarse en la prensa hegemónica de derecha para gobiernos no afines),
insiste y conspira para el no reconocimiento del gobierno electo por
amplia mayoría en Venezuela. Para ello, cuenta con un séquito
de voces conservadoras en América Latina y Europa, cuyos méritos
democráticos, pero sobre todo sociales, son escasos.
Muestra sobrada ha dado el
gobierno español de Rajoy reprimiendo a la población de Cataluña luego
del referendo ganado por el independentismo, encarcelando a
varios líderes y obligando al exilio a su presidente electo. Europa
entera se encuentra asediada por una ola de extremismo neofascista
producto del severo ajuste al que el sistema de usura internacional ha
sometido a su población. No está en condiciones de dar lecciones de
ninguna naturaleza.
El extremismo ha sido también la
característica sobresaliente del gobierno de Trump, poniendo al borde de
un cataclismo nuclear al planeta. La amenaza de borrar de la faz de la
tierra a Corea del Norte, la ruptura del Acuerdo con Irán sobre su
producción nuclear, el abandono del Acuerdo de París sobre Cambio
Climático, el recrudecimiento de sanciones contra Cuba, Rusia y la misma
Venezuela, indican a las claras el sesgo unilateral de la actual
política exterior norteamericana.
El aumento del gasto en armamento y la
exigencia a sus aliados en la NATO de hacer lo propio, los ataques
contra Siria, la complicidad con el régimen israelí, culpable del
asesinato y el apartheid del pueblo palestino, la alianza con la
monarquía saudita, responsable de múltiples violaciones a los derechos
humanos en su propio país y de la muerte de cientos de miles de
yemenitas, constituyen evidencia franca del cariz violento de los que
hoy ocupan la Casa Blanca.
En América Latina, luego de repetidos
intentos por doblegar y derrocar antidemocráticamente al gobierno
electo, el encono geopolítico norteamericano se ha transformado en
amenaza explícita de intervención armada.
La experiencia acumulada por los EEUU en
un gran número de conspiraciones anteriores, hace pensar en la
confluencia de tácticas ilícitas diversas, entre las cuales se
encontrarían operaciones de bandera falsa, financiamiento de grupos
mercenarios, cooptación de miembros de las Fuerzas de Seguridad o
constitución de supuestas “alianzas de la comunidad internacional o
latinoamericana”. Incluso no pueden descartarse los intentos de
magnicidio.
Más allá de alcanzar o no el objetivo de
remover al gobierno bolivariano, lo que se persigue con toda esta
presión es instituir una suerte de castigo ejemplar – tan antiguo como
la historia misma – para intimidar a todo aquel que ose rebelarse contra
la injusticia instituida.
Lo más probable es que por ahora no se
llegue a una agresión abierta, que no cuenta con consenso ni siquiera
entre los gobiernos de derecha y que seguramente sería fuertemente
resistida. Pero no hay duda alguna que EEUU continuará operando para
cerrar un cerco férreo sobre Venezuela, táctica que no solamente
ocasionará agudos problemas a la población que supuestamente se dice
querer ayudar sino que, tal como ocurrió con Cuba en los años 60’,
tendrá como contrapartida el reforzamiento de alianzas del gobierno
venezolano con Rusia, China, Turquía, Irán y otros actores de la
multipolaridad emergente.
Medios que justifican el fin
La enciclopedia en línea Wikipedia señala que la expresión “el fin justifica los medios”
– cuyo origen fue injustamente atribuido a la orden jesuita por sus
detractores – fue estampada por Napoleón en la última página de un
ejemplar de “El Príncipe” de Nicolás Maquiavelo, presumiblemente como
síntesis de su lectura. Sin duda que el principio puede ser atribuido al
filósofo político florentino, sobre todo en atención al contenido del
capítulo XVIII de esa obra. El pasaje más elocuente del mismo: “Dedíquese,
pues, el príncipe a superar siempre las dificultades y a conservar su
Estado. Si logra con acierto su fin, se tendrán por honrosos los medios
conducentes al mismo”.
Siglos después, en una igualmente
pragmática inversión del aforismo, son los medios los llamados a
justificar el fin. Los medios masivos de difusión.
Es a través de ellos, con propaganda,
información sesgada y apelando a elaborados guiones cinematográficos,
que se intenta convencer a los públicos sobre las bondades del sistema
capitalista, la cultura occidental y sobre la necesidad y justeza de las
guerras (¿cruzadas?) que son emprendidas en su nombre.
Dichos medios, propiedad de unos pocos
grupos económicos, monopolizan el espectro concentrando abrumadoramente
las audiencias. Deciden cuáles contenidos deben mostrarse y cuáles no,
ejerciendo una indebida pero efectiva manipulación y censura
informativa. Sus líneas editoriales impiden el libre ejercicio de la
profesión periodística, expulsando de sus filas a todo aquel que no se
avenga a militar ideológicamente sus propósitos comerciales y políticos,
traicionando elementales principios deontológicos.
Estos vehículos audiovisuales hegemónicos
son los habitualmente utilizados para generar sentidos comunes previos a
una agresión contra un país. La demonización del enemigo, la insidiosa
caricaturización de alguno de sus aspectos, son las técnicas usadas para
generar aversión y espanto en el desprevenido espectador.
Esta agresión comunicacional es siempre
el primer paso para ablandar la opinión pública, para producir una
matriz de aceptación, a fin de justificar el inmenso sufrimiento que
traerá a su paso la devastación bélica.
Así sucedió con Libia, con Irak, con
Siria – por sólo mencionar eventos recientes – y la misma añeja
estratagema se está utilizando contra Venezuela.
Por ello, como defensa preventiva y
efectiva de la paz, es preciso detener la oleada de desinformación que
preanuncia el conflicto y resistir sus efectos nefastos. Si para las
personas de buena voluntad es universalmente aceptado que el fin no
justifica de ningún modo los medios, se hace necesario instituir también
la máxima inversa. Los medios no deben servir para justificar ningún
fin.
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