domingo, 11 de noviembre de 2018

Aumentan casos de sicariato contra campesinos ante el silencio del Estado

 Por Chevige García Marcó 

Mucho se menciona por allí aquello que hay silencios que aturden. El 31 de octubre asesinaron a dos activistas de la lucha campesina, uno de ellos dirigente nacional del Partido Comunista de Venezuela y otro militante de esa organización política.

El hecho ocurrido en el sur del Lago de Maracaibo, en territorio del estado Mérida pasó casi desapercibido en los llamados grandes medios. Por la mayoría de los medios oficiales tronó el silencio. Son silencios absurdos ante un contexto en el que diariamente escuchamos el discurso de la diversificación de la economía, de la ruptura del rentismo y la necesidad de producir lo que comemos. Entonces ¿Por qué tanta aparente insensibilidad ante lo que pasa en el campo?

La lista de campesinos asesinados desde hace una década ha crecido tanto que poca certeza hay ya de su cifra.

No han bastado las alertas, en agosto una marcha de un centenar de trabajadores del campo lograron abrir una brecha informativa sobre lo que sentía un contingente representativo del campesinado venezolano. Fue la marcha que partió desde el estado Portuguesa hasta Caracas, quienes luego de insistir lograron plantearle al presidente Maduro, en directo y ante las cámaras de televisión, la problemática que sufren y su compromiso por producir lo que comemos.

Apenas 5 minutos después que terminó aquella reunión nacional con campesinos hablando con el presidente se conoció el asesinato en Barinas del dirigente agrario Reyes Parra. En aquel momento la efervescencia logró que se activaran las investigaciones y la búsqueda de culpables.

Más tarde supimos de los pocos avances constatados por los integrantes de la Marcha Campesina en sus conversaciones con el Ejecutivo. En el último día de octubre los gallos de la sabana nos volvieron a despertar con la noticia del asesinato de Fajardo y Aldana.

El fenómeno del sicariato vino importado del vecino país neogranadino por grupos de terratenientes venezolanos. Así fue la operación que arrebató la vida a Fajardo y Aldana. “Ambos fueron asesinados con ráfaga de disparos realizada desde un vehículo en marcha”, relató respecto al crimen el secretario general del PCV, Óscar Figuera. Recordó también que en infinidad de oportunidades denunciaron las amenazas contra la vida de sus militantes en el Sur del Lago y específicamente contra Fajardo.

Como en una pesadilla, el sicariato político se ensaña contra aquellos que precisamente tienen la responsabilidad de producir lo que comemos, aquellos que no empaquetan en tetra-brick los jugos que nos venden como si las naranjas que consumimos fuesen austríacas. Los que ofrecen la fruta que calma la sed en medio de una de las sequías económicas más feroces que ha sufrido este país.

Esperamos no despertar un día con un escenario macabro como el que ejecutó la oligarquía colombiana a través del paramilitarismo. Primero se llamaron “autodefensas” para fingir que se “protegían” de las guerrillas. Aquello nos recuerda a algunos empresarios del campo que dicen ser las víctimas de invasiones de tierras.

Luego todo aquello se convirtió en un monstruo sediento de sangre y sobre todo de dinero. Recordamos por ejemplo la masacre de El Salado, ocurrida en el año 2000, en el que un pueblo colombiano que fue borrado del mapa por aquellas “autodefensas” que eran paramilitares. Torturas, violaciones, descuartizamiento y ejecuciones marcaron el paso de aquel pueblo a un lugar de fantasmas.

La complicidad de unidades militares con aquel horror fue evidente. El objetivo como en otras situaciones de violencia ejercida por los terratenientes y sus grupos armados era expulsar a los campesinos de sus tierras. En Colombia se agregaba el hecho del control de las vías de tránsito para la cocaína.

También nos enteramos por el conflicto colombiano, que no sólo eran los terratenientes y sectores de los cuerpos de seguridad, también estaba la poderosa agroindustria, incluso la transnacional. Es el caso de Chiquita Brands –por sólo poner un ejemplo–, una bananera estadounidense que entre 1997 y 2004 financió a los grupos paramilitares que operaban en la región del Urabá. Por allí trataron de borrar todo rastro de los activistas campesinos del Partido Comunista Colombiano y de la Unión Patriótica.

Las consecuencias sociales de todo ese escenario del otro lado de la frontera las conocemos, porque a nuestro país llegaron bastantes de los cientos de miles de desplazados desde Colombia. Una cifra que supera a la de la Siria que fue bombardeada y aterrorizada por interés de Washington y sus aliados.

Hace un mes que entrevistamos a Arbonio Ortega, dirigente de la Marcha Campesina y nos contaba historias similares, cuando alertaba: “Mire nos van a matar a un compañero! ¡Mire nos están amenazando por acá, por allá!” Y en muchos casos lo que llegaba no era la protección sino la muerte.
Nadie se quiere ver en ese espejo, pocos quieren tanto silencio frente a la injusticia.

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