Aquel puñado de guardias nacionales
estaban como desesperados deteniendo a todos los carros que pasaban por
el lugar, con la esperanza de que alguno de los conductores hubiese
botado la factura de sus compras, tuviera algún documento vencido o,
simplemente, no lo tuviese, para practicar todo lo que había escuchado
sobre el arte de matraquear y/o extorsionar ciudadanos.
Apenas los vi, recordé clarito a los
agentes de la Policía Nacional que están destacados en el Módulo de
Auxilio Vial de Plaza Venezuela, aquí en Caracas, quienes se la pasan
extorsionando a todos los conductores que vienen desde la autopista
Fajardo y se dirigen a la Universidad Central o hacia Plaza Venezuela; y
no les importa que se armen unas colas descomunales en el tránsito o
que la persona a la que están extorsionando sea o no delincuente y, a lo
mejor, hasta lleva droga en el maletero, pero si paga la matraca, lo
dejan seguir adelante sin siquiera requisarlo.
Estos guardias estaban destacados en el
puerto de Guanta, en Anzoátegui, y requisaban (o hacían el amago de
requisar) a todos los conductores que se bajaban del ferry que venía de
la isla de Margarita.
Los efectivos hasta temblaban de la
emoción, y los ojos les brillaban cuando veían un maletero repleto de
equipaje de los viajeros, porque ellos, más que nadie, saben lo que
cuesta armar un maletero para que quepa todo y, por ello, cuando inician
el proceso de revisión, de una vez comienzan la labor de ablandamiento
de la víctima y le preguntan cosas como: cuánto tiempo gastó acomodando
el maletero, cómo estaba la isla, cómo estaban los precios, si el licor
estaba barato… hasta que sueltan el consabido: “voy a tener que sacar
todo lo que llevas en la maleta porque hay que revisar muy bien,
¿sabes?… es una orden de arriba, de luchar contra el contrabando”.
Aquel guardia que revisaba mi auto era
un muchacho de unos 19 años, de aspecto provinciano. Se quedó tieso
cuando yo le respondí, sin inmutarme: “tranquilo, compadre, haga su
trabajo, tómese todo el tiempo que quiera, yo no estoy apurado, yo lo
que quería era llegar a tierra firme y ya estoy aquí”. No hallaba qué
hacer, las manos no le respondían. En ese instante me percaté de que en
su uniforme había una insignia bordada que decía “alumno”, y me dio una
mezcla de ira con impotencia. Me pregunté cómo era posible que a ese
muchacho que aún no se había graduado siquiera de guardia nacional, ya
lo hubiesen contaminado e iniciado en el mundo del delito.
Le comenté el caso a la tía Felipa, y me
contestó con su cara de sabionda: “Y lo peor es que sus superiores, así
como los superiores de esos policías que tú mencionas del módulo vial
de Plaza Venezuela, saben lo que ellos están haciendo, y en un 99% de
los casos hasta reciben una porción de lo extorsionado. Es imposible que
eso pase sin que ellos estén enterados”. En ese momento sentí dolor y
tristeza. “Regálame aunque sea esa harina pan usada que tienes allí”,
alcanzó a decirme el alumno de guardia, ante mi estupor.
La denuncia es el arma contra la “matraca”
Douglas Rico, director del Cicpc,
resaltó que los miembros de la Policía Científica que violen la ley,
pueden ser denunciados en las oficinas de la Inspectoría General
Nacional de esta instancia, en la Dirección de Delitos Contra la Función
Pública, donde hay funcionarios obligados a proteger al denunciante,
así como de identificar el tipo de responsabilidad de la irregularidad,
investigar el caso y actuar acorde con el Reglamento del Régimen
Disciplinario del Cicpc y la Ley del Estatuto de la Función de la
Policía de Investigación. Por otra parte, el Ministerio Público también
cuenta con la Dirección de Derechos Fundamentales, que actúa cuando
funcionarios del Estado violan los derechos humanos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario