viernes, 28 de septiembre de 2018

Cuando la matraca es normal y rutinaria

Aquel puñado de guardias nacionales estaban como desesperados deteniendo a todos los carros que pasaban por el lugar, con la esperanza de que alguno de los conductores hubiese botado la factura de sus compras, tuviera algún documento vencido o, simplemente, no lo tuviese, para practicar todo lo que había escuchado sobre el arte de matraquear y/o extorsionar ciudadanos.



Apenas los vi, recordé clarito a los agentes de la Policía Nacional que están destacados en el Módulo de Auxilio Vial de Plaza Venezuela, aquí en Caracas, quienes se la pasan extorsionando a todos los conductores que vienen desde la autopista Fajardo y se dirigen a la Universidad Central o hacia Plaza Venezuela; y no les importa que se armen unas colas descomunales en el tránsito o que la persona a la que están extorsionando sea o no delincuente y, a lo mejor, hasta lleva droga en el maletero, pero si paga la matraca, lo dejan seguir adelante sin siquiera requisarlo.

Estos guardias estaban destacados en el puerto de Guanta, en Anzoátegui, y requisaban (o hacían el amago de requisar) a todos los conductores que se bajaban del ferry que venía de la isla de Margarita.

Los efectivos hasta temblaban de la emoción, y los ojos les brillaban cuando veían un maletero repleto de equipaje de los viajeros, porque ellos, más que nadie, saben lo que cuesta armar un maletero para que quepa todo y, por ello, cuando inician el proceso de revisión, de una vez comienzan la labor de ablandamiento de la víctima y le preguntan cosas como: cuánto tiempo gastó acomodando el maletero, cómo estaba la isla, cómo estaban los precios, si el licor estaba barato… hasta que sueltan el consabido: “voy a tener que sacar todo lo que llevas en la maleta porque hay que revisar muy bien, ¿sabes?… es una orden de arriba, de luchar contra el contrabando”.

Aquel guardia que revisaba mi auto era un muchacho de unos 19 años, de aspecto provinciano. Se quedó tieso cuando yo le respondí, sin inmutarme: “tranquilo, compadre, haga su trabajo, tómese todo el tiempo que quiera, yo no estoy apurado, yo lo que quería era llegar a tierra firme y ya estoy aquí”. No hallaba qué hacer, las manos no le respondían. En ese instante me percaté de que en su uniforme había una insignia bordada que decía “alumno”, y me dio una mezcla de ira con impotencia. Me pregunté cómo era posible que a ese muchacho que aún no se había graduado siquiera de guardia nacional, ya lo hubiesen contaminado e iniciado en el mundo del delito.

Le comenté el caso a la tía Felipa, y me contestó con su cara de sabionda: “Y lo peor es que sus superiores, así como los superiores de esos policías que tú mencionas del módulo vial de Plaza Venezuela, saben lo que ellos están haciendo, y en un 99% de los casos hasta reciben una porción de lo extorsionado. Es imposible que eso pase sin que ellos estén enterados”. En ese momento sentí dolor y tristeza. “Regálame aunque sea esa harina pan usada que tienes allí”, alcanzó a decirme el alumno de guardia, ante mi estupor.

La denuncia es el arma contra la “matraca”


Douglas Rico, director del Cicpc, resaltó que los miembros de la Policía Científica que violen la ley, pueden ser denunciados en las oficinas de la Inspectoría General Nacional de esta instancia, en la Dirección de Delitos Contra la Función Pública, donde hay funcionarios obligados a proteger al denunciante, así como de identificar el tipo de responsabilidad de la irregularidad, investigar el caso y actuar acorde con el Reglamento del Régimen Disciplinario del Cicpc y la Ley del Estatuto de la Función de la Policía de Investigación. Por otra parte, el Ministerio Público también cuenta con la Dirección de Derechos Fundamentales, que actúa cuando funcionarios del Estado violan los derechos humanos.

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