por Carlos Miguélez Monroy
El consumismo se alimenta del aislamiento y de la desconexión que provoca un modelo de “felicidad” basado en la insatisfacción.
“El secreto de la felicidad no es casarse
o tener un hijo, sino viajar”. Así titula un periódico un “artículo”
que aparece en su versión digital y que hace referencia a los resultados
de una encuesta que hace Booking.com,
una página de viajes. Las decenas de miles de viajeros empedernidos que
comparten este artículo en Facebook y en Twitter parecen no reparar en
que el artículo da como receta para la felicidad precisamente lo que
vende: viajes.
“El mundo está cada vez más diseñado para
deprimirnos. La felicidad no es muy buena para la economía. Si fuéramos
felices con lo que tenemos, ¿para qué necesitaríamos más? ¿Cómo vendes
un humectante anti-edad? Haces que alguien se preocupe por su
envejecimiento. ¿Cómo consigues que la gente vote por un partido
político? Haces que se preocupe por la inmigración. ¿Cómo consigues que
contraten seguros? Haces que se preocupen por todo. ¿Cómo consigues que
se hagan cirugía plástica? Haces hincapié en sus defectos físicos. ¿Cómo
consigues que vean un programa de televisión? Haces que se preocupen
por no quedarse atrás. ¿Cómo consigues que compren un nuevo Smartphone?
Haces que sientan que se están quedando atrás. Tener calma se convierte
así en un acto revolucionario”, sostiene Matt Haig en su libro Reasons
to Stay Alive (motivos para mantenerse vivo), con algo que parece una
obviedad: el motor de nuestro sistema capitalista hunde sus raíces en la
insatisfacción y en la frustración, en el mandato de “tener que tener”
para “ser feliz”.
No se trata sólo ya de obtener
cosas materiales. De acumular coches, casas, joyas, y otros objetos
materiales hemos pasado al absurdo de “coleccionar momentos”.
Cabría preguntar si se coleccionan en Facebook, en Instagram o en
nuestra frágil memoria selectiva, incapaz de retener vivencias que se
nos escapan como arena entre los dedos, por más que nos aferremos a
ellas.
Esa obsesión por coleccionar
momentos convierte los viajes de recetario en foto por aquí, fotos por
allá: ver el mundo ya no a través del objetivo de la cámara, sino de la
pantalla de nuestro Smartphone, imprescindible también para una
felicidad inaccesible ahora para los “tontos” que se casan y tienen
hijos.
Quizá no haga falta recorrer decenas de
miles de kilómetros para disfrutar de una puesta de sol, de una playa o
de un bosque, aunque no obtengamos tantos likes a nuestras fotos de
Instagram. Pero el marketing ha invadido nuestro lenguaje y
nuestro imaginario hasta tal punto que mucha gente llega a sentir que se
está perdiendo la felicidad con experiencias y paisajes de que quizá
tenemos al alcance y a no tantos kilómetros de casa.
El pago de diversas páginas por publicar
contenidos en distintos medios contribuye al auge de este tipo de
recetarios, que siempre tienen nueve o diez claves para conseguir EL
éxito o LA felicidad en mayúsculas. Ni una menos, ni una más: “los nueve
hábitos de la gente emocionalmente inteligentes”, “los nueve hábitos de
la gente productiva”, “el secreto de la felicidad, según 12 de los
filósofos más sabios de la historia”. Hasta los periodistas abusamos de
ese simplismo y le hacemos juego para atraer más clicks y quizá así
conseguir más publicidad de los anunciantes: “las nueve claves para
comprender el conflicto en Siria”, “siete respuestas de la espectacular
subida de la luz”, “ocho consecuencias de la llegada de Trump al poder”.
Los medios de comunicación
también hacemos juego a estos altos niveles de insatisfacción y de
infelicidad con nuestro bombardeo de noticias negativas y de tragedias.
El consumismo se alimenta del aislamiento que surge del miedo y de la
desconexión que provocan las amenazas a un sobrevalorada zona de confort
que se suele confundir con una felicidad auténtica, imperfecta.
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