por Piero Gleijeses
La falta de memoria histórica y la
manipulación de la historia ayudan a mantener el mito del
excepcionalismo norteamericano (…). Si los norteamericanos pudieran hoy
día ver con claridad lo que su nación ha hecho, en vez de embriagarse
por la retórica y los mitos, podrían empezar a entender por qué los
críticos extranjeros no son bribones carcomidos por la envidia (…).
Hasta podrían empezar a percatarse de la importancia del derecho
internacional. Este ensayo mira el pasado y explora lo que hay de
excepcional en la política exterior de los Estados Unidos.
La necesidad de afirmar el excepcionalismo de los Estados Unidos es la clave de la cultura política estadounidense.

Cuando dieciséis países africanos
lograron su independencia en 1960, entonces la segregación racial en los
Estados Unidos se volvió un problema de realpolitik. La
discriminación dentro de esta nación «afecta profunda-mente la conducta
de nuestra política exterior», advirtió el Secretario de Estado
DeanRusk. «Nuestra voz tiene sordina; nuestros amigos avergonzados;
nuestros enemigos felices». El racismo estadounidense lisiaba la
política exterior del país, dijo. «Participamos en esta carrera con una
pierna entablillada»,1 los Estados Unidos estaban compitiendo con la
Unión Soviética para ganarse los corazones y las mentes (forthehearts and minds) de los africanos negros. Pero era difícil convencer a los africanos de que los Estados Unidos eran la Ciudad en la Colina (City onthe Hill) cuando los periódicos en África estaban repletos de informes sobre la
violencia que los afroamericanos sufrían de parte de sus conciudadanos
blancos y cuando cientos de diplomáticos negros experimentaban en su
propia piel las indignidades que eran el pan diario de los americanos
negros. Para los diplomáticos africanos los Estados Unidos eran
«el lugar de destino más difícil», decía la embajada de Mali.2 Estas
verdades, dañinas dentro del contexto de la Guerra Fría, ayudaron a
transformar a los Estados Unidos en una democracia plena. Hicieron
posible que en 1965 el presidente Lyndon Johnson lograra empujar la Ley
del Derecho al Voto ante un Congreso reacio. Fue solo entonces que los
Estados Unidos se convirtieron en miembro pleno de la comunidad de
democracias occidentales.
Y, sin embargo, a pesar de la
segregación racial, los americanos blancos —desde el ciudadano común
hasta los líderes políticos y la gran prensa— creían con firmeza que su
democracia era la mejor del mundo.

Esta misma necesidad obsesiva de afirmar
el excepcionalismo estadounidense aparece en las discusiones sobre la
política exterior norteamericana. El mensaje subyacente es
claro: los Estados Unidos merecen confianza, sea en América Latina, en
el Medio Oriente, o en cualquier otra parte, porque es una nación justa y
altruista, como lo ha demostrado a lo largo de más de dos siglos de
historia
Este ensayo mira el pasado y explora lo que hay de excepcional en la política exterior de esa nación norteamericana.
La Ciudad en la Colina
En 1901, doce años antes de ascender a la
presidencia, Woodrow Wilson reflexionó sobre el excepcionalismo
estadounidense en política exterior:
Cuando nuestros intereses estaban
en juego hemos sido egoístas. Hemos demostrado ser parientes cercanos
de todo el mundo cuando se trató de ganar ventajas. Nuestras acciones
contra España en la Florida, y contra México en las costas del Pacífico;
nuestra actitud primero con los españoles y luego con los franceses
para lograr el control del Mississippi; la violencia despiadada con la
que pusimos a los indios contra la pared donde quiera que se
interpusieran en nuestro camino, ha acomodado nuestra devoción por la
paz y la justicia y la generosidad de la misma manera que las agresiones
de las otras naciones fuertes a las que no se les podía contrariar.3

Esta declaración sobria de uno de los
grandes «idealistas» estadounidense es muy realista. De hecho, los
Estados Unidos habían sido «parientes cercanos de todo el mundo» hasta
en la única ocasión en que entraron en una guerra con el ostensible
propósito de ayudar a otro país a alcanzar su independencia —en 1898,
contra España—. Antes de entrar en la guerra, Washington se había
comprometido solemnemente a que Cuba sería independiente. Pero después
de la derrota de España, transformó a la isla en un protectorado de los
Estados Unidos, otorgándose el derecho de enviar tropas cada vez que se
le antojara y de establecer bases navales en suelo cubano. A los
europeos esto no les sorprendió, porque no esperaban nada mejor de esa
nación. Sin embargo, tampoco los estadounidenses se sorprendieron. Según
se desprende de la lectura de su prensa y de las actas del congreso de
los Estados Unidos, ellos ni se dieron cuenta de que el solemne
compromiso había sido violado y que al arrebatarle a los cubanos la
independencia por la cual habían luchado con tanto heroísmo, los Estados
Unidos estaban demostrando ser «parientes cercanos de todo el mundo».
Las palabras de Wilson —«Parientes
cercanos de todo el mundo»— suenan ciertas aun cuando se le aplican a
Thomas Jefferson, aquel pilar de «la Ciudad en la Colina».
Las palabras de Jefferson resuenan. Los
sentimientos que él expresó en favor de la dignidad del hombre y de los
derechos de las naciones están entre las manifestaciones más puras del
idealismo estadounidense.
Pero hay una curiosa brecha entre las palabras de Jefferson y sus acciones. El ejemplo más conocido se refiere a la esclavitud. En
privado Jefferson expresó su odio contra la institución con ardiente
elocuencia. Sin embargo, solo liberó a tres de los cientos de esclavos
de que fue dueño durante su vida, y a cinco más en su testamento.
Asimismo, los norteamericanos se acuerdan de sus palabras pero no de sus
acciones.
La misma brecha existe en el caso de la
política exterior de Jefferson. Si nos fijamos en sus acciones, no en su
retórica, ¿dónde exactamente se encuentra el idealismo de Jefferson? Se opuso a la independencia de Cuba por la sencilla razón que quería anexarla a los Estados Unidos.
Hasta quiso buscar un arreglo con Napoleón —que acababa de invadir a
España— por el cual Francia le daría Cuba a los Estados Unidos y a
cambio los Estados Unidos le darían manos libres a Francia en la América
española.4 Tampoco encontramos mucho idealismo en Jefferson cuando se
trata de Haití, sumida en la primera revolución exitosa del hemisferio
occidental. Jefferson detestaba a los rebeldes haitianos,
porque eran negros. Les llamaba «caníbales»5 y anhelaba que Napoleón
aplastara al naciente Estado haitiano, porque le tenía horror al ejemplo
de una rebelión victoriosa de esclavos.Y mientras él expresaba simpatía
hacia los indios americanos con palabras emotivas, buscó sin tregua
apropiarse de sus tierras, aun mediante el fraude y la violencia.
Estas pueden parecer nimiedades. Juzgar
al gran Jefferson por Haití, por Cuba o los indios americanos — ¡qué
poco elegante ¿Pero conforme a qué otros criterios podría juzgarse el
idealismo de su política exterior? ¿Por su política hacia Europa? Su
famoso choque con Alexander Hamilton sobre las relaciones con Francia e
Inglaterra fue motivado por su intransigente afirmación de los derechos
de los Estados Unidos como neutral. Jefferson creía que durante
una guerra en Europa los Estados Unidos tenían el derecho de «volverse
el transportista de todas las partes» y «engordar a costa de las locuras
del viejo mundo».6 Que su intransigencia hacia Londres fuera
alimentada por su odio hacia la antigua metrópoli, por su evaluación
poco realista del poderío de su nación y por su ilusión de que Francia
aplastaría a Inglaterra (añoraba el día en el cual cenaría en Londres
con los generales franceses)7 no lo convierte en un idealista.
El idealismo de Jefferson residía
en sus palabras, no en sus acciones. No tenía ningún respeto especial
por los derechos de los débiles, y ninguna oposición de principio contra
el uso de la fuerza, pero sabía envolver sus acciones en la más bella
retórica. Su habilidad asombrosa de convencerse de que lo que
él quería era justo se evidencia en el golpe asestado después que le
compró Luisiana a Francia en 1803. Jefferson decidió, en contra
de toda la evidencia, que la Florida occidental era parte de Luisiana y
que al negarse a entregarle ese territorio, España estaba cometiendo una
agresión en contra de los Estados Unidos. «Nunca país alguno
actuó en contra de otro con más perfidia e injusticia de la que España
constantemente practicó contra nosotros», escribió Jefferson en 1806,
mientras buscaba cómo arrebatarle la Florida occidental a España.8
Muy pocos estadounidenses, al aclamar el
idealismo de Jefferson, se acuerdan de sus acciones como presidente o
canciller; solo tienen en cuenta su retórica. Esta conveniente ruptura
entre las palabras y los hechos es el gran aporte de Jefferson al mito
de la «Ciudad en la Colina».
¿Podemos decir lo mismo de Wilson? Sus
palabras resuenan, pero también sus acciones —sus Catorce Puntos, su
respaldo a la Sociedad de las Naciones, su defensa de los derechos de
pequeños países europeos como Bélgica y Checoslovaquia.
Sin embargo, Wilson tiene otra cara: su
actuación sórdida en el traspatio de los Estados Unidos —en el Caribe,
en América Central y en México. Observemos el ejemplo de Haití, que el
gobierno de Wilson invadió en 1915. Hay una vieja leyenda, muy
preferida por los políticos, los periodistas y los académicos
estadounidenses, acerca de que Wilson trató de llevar la democracia a
Haití y fracasó. De hecho, Wilson no fracasó. Nunca lo intentó.
No invadió a Haití para llevarle la democracia a los haitianos, o para
protegerlos a ellos —y a los Estados Unidos— de una amenaza alemana
inexistente. Invadió por una razón muy europea, porque los haitianos se
resistían a aceptar el protectorado que él quería imponerles.
Wilson no llevó la democracia a Haití, lo que llevó fueron las leyes
racistas, las elecciones fraudulentas y —en palabras del general de los
marines George Barnett— la «matanza indiscriminada» de civiles.9
Claro, todo esto puede parecer de muy
poca importancia. ¿Por qué preocuparse por Haití y por el traspatio,
cuando habría que pensar en Europa y en los Catorce Puntos? Es fácil ser
buen vecino en tierras lejanas, donde no están en juego intereses
inmediatos. Es más revelador, para saber quién eres, ver cómo actúas en tu propio traspatio, con los débiles.
Cuando los intelectuales estadounidenses cotorrean sobre «la antipatía
idealista que su pueblo le tiene a las esferas de influencia»,10 ignoran
que los Estados Unidos transformaron su traspatio en una esfera
de influencia, severamente controlada; que usaron métodos muy
«europeos» para ello —con fuerza y violencia— y que Woodrow Wilson
estuvo al frente de esta cruzada.
¿Circunstancias o virtud?
¿Quiere esto decir que no hay nada que
distinga la historia de las relaciones exteriores de los Estados Unidos?
Claro que existe.
A diferencia de los británicos, de los
franceses o de los alemanes, los Estados Unidos no tuvieron colonias,
hasta que se adueñaron de las Filipinas en 1898. Pero, tal como la Rusia
de los zares, esto se debió a las circunstancias, no a la virtud —ambos
países se expandieron a lo largo de un inmenso continente.
Las circunstancias explican también otro
rasgo especial de la política exterior estadounidense: la búsqueda de la
seguridad absoluta. Los países europeos han tenido que vivir en una
proximidad incómoda entre ellos. La geografía aseguró que ningún país
europeo podía aspirar a más que una seguridad relativa. Pero los Estados
Unidos, rodeados por vecinos débiles, sí podían.
Los
norteamericanos llegaron a convencerse «que merecían seguridad
absoluta, la seguridad con la que los bendijo la geografía y que ellos
aseguraron sin piedad (…) porque ellos son la última y la mejor
esperanza para la humanidad, el bastión de la libertad».11 Esto acarreaba un costo oculto, porque fomentaba
la intolerancia, la tendencia a enfrentar cualquier amenaza posible con
la fuerza, a exagerar desproporcionadamente las amenazas, así como a
descubrirlas donde no existían. Esta ha sido la clave de la política
exterior de los Estados Unidos en el traspatio —y ahora, que ha aumentado dramáticamente su poderío y el mundo entero se ha convertido en su traspatio, esta búsqueda de la seguridad absoluta se ha vuelto global. Sus
símbolos después del fin de la Guerra Fría son los «drones» que en
silencio patrullan los cielos de países que no están en guerra contra
los Estados Unidos, matando, tanto a «combatientes enemigos» (enemycom-batants),
como a no combatientes —hombres, mujeres y niños— con una impunidad
absoluta. El número de estos ataques con drones, así como los países
afectados, ha ido creciendo durante el gobierno de Barak Obama. Son muy
pocos los americanos que se oponen a esta política.

¿Excepcionalismo de los Estados Unidos?
¿Quiere esto decir que no existe
excepcionalismo estadounidense en política exterior? La respuesta tiene
que ser, al mismo tiempo, «no» y «sí». No, la política exterior de los Estados Unidos no está dotada de virtud especial. Ella
es, tal como Woodrow Wilson lo dijo hace más de cien años, «pariente
cercana de todo el mundo». Sin embargo, la convicción obstinada de los
norteamericanos en el excepcionalismo estadounidense es verdaderamente
singular. Se puede argumentar que muchos países padecen de un
delirio similar, pero lo que hace único el caso de los Estados Unidos es
la fortaleza del consenso que rodea el mito y la pobreza del debate
interno alrededor de él. Las naciones insulares tienden a tener
una visión estrecha y los Estados Unidos se han desarrollado como
nación insular —el Atlántico la separó de Europa y un océano de racismo
la separó de América Latina. Desde sus inicios, esta joven
nación de inmigrantes, que no tenían el vínculo de siglos de historia
común—, ha sentido la necesidad de autodefinirse enfatizando su
diferencia con los que quedaron atrás, los pueblos de Europa. Por ende,
un elemento clave del crisol norteamericano ha sido la creencia en el
excepcionalismo estadounidense, en la «Ciudad en la Colina». En
Europa Occidental grupos poderosos —por ejemplo, los partidos
socialistas y comunistas— han desafiado la naturaleza misma de la
sociedad de sus países; su poderosa prensa, leída por millones, los
numerosos intelectuales prominentes en sus filas y sus representantes en
el parlamento han cuestionado las bases de los sistemas domésticos y de
las políticas exteriores de sus países. Sin embargo, en los
Estados Unidos, el debate ha sido mucho más superficial —se ha centrado
en los méritos de una política específica, muy raramente en la
naturaleza misma de la sociedad norteamericana y en la base de sus
políticas. Aquellos pocos que han querido mirar más hondo han sido
marginados.
Los éxitos económicos y militares de los Estados Unidos han reforzado la creencia en el excepcionalismo norteamericano —el poder ha sido equiparado a la virtud— y la clave ha seguido siendo la misma: los Estados Unidos pueden cometer errores, pero sus intenciones siempre son buenas.
Por ejemplo, parece que los estadounidenses —incluyendo los críticos
del expresidente George W. Bush— no se dan cuenta de la similitud entre
la invasión de Irak por los Estados Unidos en 2003 y la invasión de
Cambodia por Vietnam en 1978. La justificación de Hanoi fue que estaba
salvando al pueblo camboyano de un régimen genocida y protegiendo sus
propias fronteras. Los Estados Unidos condenaron violentamente la
invasión, pero la justificación de Vietnam era sin duda más válida que
la usada por los yanquis para justificar la invasión de Irak. Los
vietnamitas pusieron fin a un genocidio que estaba teniendo lugar, los
estadounidenses invadieron Irak bastante tiempo después que Saddam
Hussein llevara a cabo masacres contra su propio pueblo. Sin embargo,
tan solo la idea de comparar las intenciones de los Estados Unidos con
las de Vietnam le parecería insultante e ingenua a una gran mayoría de
norteamericanos.
Los extranjeros tienen una
percepción más realista de las intenciones de los Estados Unidos, pero
sus críticas siempre son convenientemente desechadas como motivadas por
la envidia o la ignorancia. Para ayudar a los
norteamericanos a entender el mundo, especialmente el Tercer Mundo, los
medios de comunicación estadounidenses se apoyan en los «buenos nativos»
(goodnatives). Estos expertos nacidos en el
extranjero, muchos de ellos residentes en los Estados Unidos, explican
en un inglés fluido que esta nación es una fuerza del bien en el mundo y
que aquellos compatriotas suyos que dan puntos de vista diferentes son
ignorantes o bribones y, siempre, envidiosos. La típica falta de
conocimiento de idiomas extranjeros de los estadounidenses refuerza su
tendencia a utilizar casi exclusivamente los medios de comunicación de
los Estados Unidos y por ende a escuchar a los «buenos nativos».
Los estadounidenses creen que los medios
de comunicación de su país son los más independientes del mundo, pero
estos medios han reflejado y perpetuado consistentemente el consenso,
fomentando, en nombre del patriotismo, el mito de la «Ciudad en la
Colina». En 1918, un periodista estadounidense de una perspicacia poco
común comentó sobre la manera en que la prensa norteamericana había
tratado las invasiones de Wilson, a Haití y a la República Dominicana:
No hubo más de cinco periódicos en este
país que se tomaron la molestia de investigar los hechos, o las razones
de la acción del gobierno, o que buscaran información independiente para
saber qué condujo a este acontecimiento. Era el coro usual de
aprobación absoluta. América no podía equivocarse; ¿para qué indagar? Si
lo que se desea es una prensa alerta, bien informada, inteligente e
independiente, decidida a preservar nuestras libertades y las de
nuestros vecinos, entonces nuestra prensa resulta verdaderamente deficiente.12
La prensa estadounidense tampoco se volvió más independiente después de la Segunda Guerra Mundial. Por ejemplo, en 1954 la Agencia Central de Inteligencia (CIA) derrocó al gobierno democrático de Jacobo Arbenz en Guatemala. Unas
semanas después de la operación, un estudio de la CIA sobre la reacción
de la prensa extranjera al derrocamiento de Arbenz puso de manifiesto
que había virtual unanimidad en concluir que la CIA estaba detrás de la
caída de Arbenz (en Europa Occidental las excepciones eran la España de
Franco, el Portugal de Salazar y la Grecia autocrática). En los países
donde había libertad de prensa los periódicos conservadores aplaudieron
el papel de los Estados Unidos; otros periódicos lo condenaron, pero
casi todos señalaron que a Arbenz lo derrocó la CIA. Esto no debe ser
visto con sorpresa. Tal como dijo un oficial de la Agencia, «la
hoja de parra era demasiado transparente, la leyenda estaba muy
desgastada».13 Mas no lo suficiente para la prensa estadounidense.
Cuando se trató de analizar el papel de
los Estados Unidos en la caída de Arbenz, los periódicos norteamericanos
fueron tan poco agudos como los de la España de Franco, los del
Portugal de Salazar y los de la Grecia autocrática. La mayoría de la
prensa rechazó tajantemente cualquiera insinuación de que los Estados
Unidos pudieran haber ayudado a los rebeldes, mientras que otros
soslayaron el tema.14 Solo la
prensa comunista dijo la verdad, y fustigó «la manera bochornosa en que
el gobierno [de Eisenhower] públicamente anunció su deseo que Arbenz
fuera derrocado, y luego lo derrocó».15 Pero el pueblo norteamericano no leía la prensa comunista, y tampoco la extranjera.
No es que los periodistas
estadounidenses fueran ignorantes o estúpidos; simplemente acataban lo
que John F. Kennedy llamó «la obligación de autolimitarse».16 El prominente periodista Joseph Alsop explicó luego:
«Si los líderes del gobierno de los Estados Unidos deciden que hay que correr todos los riesgos y peligros que requiere una operación encubierta de gran envergadura (…) no le corresponde a los periodistas anteponer su interés profesional al interés nacional».17
Tuvieron que pasar seis años antes de que
un miembro de la gran prensa norteamericana descorriera —un poquito
nada más— la cortina de mentiras. En su debate televisado con Nixon, del
viernes 21 de octubre de 1960, Kennedy —informado por el
director de la CIA sobre la operación encubierta contra Cuba que se
estaba preparando— afirmó con descaro que la administración no estaba
haciendo bastante contra Castro. Nixon, que no podía revelar las
operaciones encubiertas contra Cuba por televisión, contestó de manera
floja:

¿Y qué podemos hacer? Bueno, podemos hacer lo que hicimos con Guatemala.
Allí había un dictador comunista que habíamos heredado de la
administración anterior [demócrata, de Truman]. Nosotros pusimos en
cuarentena al Sr. Arbenz. El resultado fue que el mismo pueblo
guatemalteco al fin se levantó y derrocó a Arbenz. Nosotros estamos poniendo en cuarentena al Sr. Castro hoy.18
El lunes siguiente, el New York Times comentó
con ironía: «Esta afirmación de Nixon ha sido el chiste de este fin de
semana en las embajadas latinoamericanas en Washington. Porque cualquier
funcionario que sepa lo más mínimo sobre el derrocamiento de Arbenz
sabe que el gobierno de los Estados Unidos, por medio de la CIA, ayudó
activamente—y le dio dinero y armas— a las fuerzas que al fin botaron a
Arbenz».19 La broma, sin embargo, era a costas del pueblo norteamericano. Con este comentario de pasada del New York Times era
la primera vez, después de seis años, que un periódico de la gran
prensa norteamericana informaba que los Estados Unidos habían
participado en el derrocamiento de Arbenz.
Cuando estudié la operación contra Guatemala, hace treinta años, me sorprendió este silencio de la prensa estadounidense. Pero
más aún me extrañó que ninguno de los norteamericanos que había escrito
sobre la intervención en Guatemala se había fijado en este silencio.
Posiblemente esto me llamó tanto la atención porque, por ser italiano,
estaba acostumbrado a la prensa más inquisitiva de Europa Occidental. Solo
después, al seguir estudiando las operaciones encubiertas de los
Estados Unidos me di cuenta de que esto era parte de un patrón.
La misma «disciplina» se observa en 1957-1958 durante la operación
encubierta en Indonesia; en las semanas anteriores a Bahía de Cochinos;
así como en 1964-1965, durante la masiva operación encubierta en Zaire; y
en 1975 en Angola (por solo enumerar aquellas operaciones encubiertas
que he estudiado en profundidad). Con la excepción de los análisis sobre
Bahía de Cochinos y de un libro sobre la operación contra Indonesia, nadie se percata de esta complicidad de la prensa norteamericana.20
La falta de memoria histórica, y
la manipulación de esta última, ayudan a mantener el mito del
excepcionalismo norteamericano. Y también contribuye el hecho que cuando
los norteamericanos reflexionan sobre su historia generalmente le
prestan poca atención al Tercer Mundo. El resultado es
que se soslaya el lado más sórdido de la política exterior
estadounidense. En el caso de los países del Tercer Mundo, la actuación
de los Estados Unidos se ha quedado muy corta. Por ejemplo, el balance
de la relación de los Estados Unidos con Canadá es aceptable, pero
ciertamente no lo es con México. Los Estados Unidos simpatizaron con los europeos que lucharon por la independencia de sus países en los siglos xix y xx, pero no
lo hicieron con los hispanoamericanos que se levantaron contra España a
principios del siglo xix. Después de la Segunda Guerra Mundial, los
Estados Unidos no ayudaron a los pueblos colonizados de África y Asia
que luchaban por sus independencias, y en muchos casos ayudaron al poder
colonial. Con importantes excepciones, en Europa respaldaron a
gobiernos democráticos durante la Guerra Fría; en el Tercer Mundo, sin
embargo, abrazaron con entusiasmo a algunos de los más infames
dictadores del mundo y derrocaron a gobiernos (incluyendo a gobiernos
democráticos) con un entusiasmo que no refleja idealismo, pero sí
arrogancia imperial.
Con el pasar de los años, los
archivos revelan sus secretos y aparecen nuevos ejemplos de la crueldad y
el etnocentrismo de los Estados Unidos. Por ejemplo, el caso
del presidente Kennedy y la colonia británica de Guyana. En agosto de
1957, la victoria del People’s Progressive Party (PPP) en la elecciones
en Guyana llevó a CheddiJagan, un hindú, a la posición de primer
ministro de la colonia. Pero en 1961 el gobierno de Kennedy decidió que
había que destruir a Jagan. Los funcionarios estadounidenses sabían que
Jagan no era comunista, pero aun así lo consideraban peligroso. ¿Cuál
era el crimen de Jagan? El asesor de Kennedy, Richard Goodwin, fue quien
lo expresó con más claridad, cuando le dijo al presidente que «los
Estados Unidos no podían permitir el neutralismo en el hemisferio
occi-dental. Jagan pensaba que su país podría “ser como la India, como
Ghana, o como Yugoslavia”». Por ende, el gobierno de Kennedy «adoptó
medidas extraordinarias para negarle al pueblo de Guyana británica el
derecho a la autodeterminación. Los funcionarios estadounidenses
alentaron asesinatos, incendios dolosos, bombas y odio racial en Guyana
británica. De hecho, la intervención encubierta de los Estados Unidos
desató el conflicto racial entre negros e hindúes», los dos grupos
principales de la colonia.21
Los gobernantes británicos entendían que
Jagan no era una amenaza para los intereses occidentales y querían darle
una oportunidad a la democracia en Guyana. Ellos le pidieron al
gobierno de Kennedy que no desatara operaciones encubiertas en la
colonia. Pero cerraron los ojos cuando la CIA causó desmanes en el país y
se doblegaron cuando Washington les exigió que cambiaran las leyes
electorales de la colonia, para que Jagan no ganara la mayoría de las
curules en las elecciones de diciembre de 1964. Fue un espectáculo
patético. Para cuando Guyana británica logró la independencia en 1966,
Jagan había sido debilitado y las riendas del poder estaban en manos del
protegido de Washington, Forbes Burnham, a quien hasta la CIA llamaba
«un oportunista, un ladrón y un racista».22

Inglaterra era el aliado principal de los
Estados Unidos durante la Guerra Fría, y británicos y americanos
hablaban de la «relación especial» que existía entre sus dos países.
Pero el drama de Guyana británica es una historia de arrogancia
americana y servilismo británico. Este servilismo me hace pensar en el
contraste entre Inglaterra y Cuba. ¡Cuántas veces he escuchado a
intelectuales estadounidenses y europeos decir que Cuba era un cliente
soviético! Pero nunca, en mis diecinueve años de investigación sobre la
política exterior cubana, he encontrado un caso en que los cubanos les
permitieran a los soviéticos atropellarlos.23 Este contraste hace resaltar aún más cómo Washington humilló a su «amigo especial».
Durante la Guerra Fría, muchas acciones
sórdidas de los Estados Unidos fueron necesarias —se nos dice— por la
amenaza soviética. Pero ahora la Unión Soviética no existe, un
afroamericano ocupa la Casa Blanca y, sin embargo, la política exterior
norteamericana sigue tan arrogante y agresiva como siempre y, como
siempre también, es el Tercer Mundo el que aguanta lo más pesado.
Tomemos el caso de Cuba. Fidel Castro le
dijo al presidente de Angola José Eduardo dos Santos, a fines de 1988,
mientras florecía la distensión entre Washington y Moscú:
No sabemos cómo van a interpretar
los Estados Unidos la paz y la distensión: si es una paz para todos,
distensión para todos, o los norteamericanos interpretan la coexistencia
como paz con la URSS —paz entre los grandes— y guerra contra los
pequeños. Esto está por verse. Nosotros pensamos mantener
nuestra actitud firme allí; no es que nos neguemos a mejorar las
relaciones con los Estados Unidos, si hay alguna posibilidad.24
No hubo apertura. En los tres años siguientes, mientras que la Unión Soviética se balanceaba al borde del colapso, funcionarios estadounidenses presionaron a Gorbachov para que cortara toda la ayuda soviética a Cuba.25
El derrumbe de la URSS, en diciembre de 1991, significó que Cuba estaba
sola, y atravesando una desesperada crisis económica. Washington apretó
el embargo, dificultando tanto como fuera posible que terceros países
comerciaran con la Isla, aunque esto significara violar la soberanía de
dichas naciones. Los funcionarios norteamericanos esperaban que
el hambre y la desesperación obligaría al pueblo cubano a levantarse
contra su gobierno.
Hoy día, en Washington sigue la guerra contra Cuba. Como ha escrito LeycesterColtman, exembajador británico en Cuba, Fidel
Castro es «todavía un hueso metido en la garganta de los americanos. Ha
desafiado y ridiculizado a la única superpotencia del mundo y eso no se
le perdona».26 Funcionarios y expertos estadounidenses
discuten sobre qué condiciones exigirles a los «descarriados cubanos»
para que los Estados Unidos levanten el embargo. Se olvidan de que son
los propios estadounidenses los que han tratado de asesinar a Fidel
Castro, han llevado a cabo acciones terroristas contra Cuba y continúan
ocupando territorio cubano —Guantánamo, el vil lucro de 1898—. Su
manipulación de la historia —tan crítica para mantener el mito de «la
Ciudad en la Colina»— les permite transformar a Cuba en el agresor y a
los Estados Unidos en la víctima. No es el amor a la democracia o la
preocupación por el bienestar del pueblo cubano lo que motiva a los
norteamericanos. El deseo de venganza, nada más, explica la política de
los Estados Unidos hacia la Cuba de Fidel Castro. Mientras, los
europeos se hacen los tontos. Es cierto, ellos votan contra el embargo
una vez al año en la Asamblea General de las Naciones Unidas, pero no
están dispuestos a desafiar a los Estados Unidos tomando cualquier
medida efectiva en defensa de Cuba. Al contrario, le demuestran a
Washington su amistad adoptando sus propias sanciones adicionales contra
la Isla. No hay ninguna fuerza que pueda contrabalancear a los Estados
Unidos en defensa de la soberanía de otro pueblo. La Unión Soviética —el
«Imperio del mal»— ya no existe, y los Estados Unidos son la única
superpotencia.
La política estadounidense hacia
Cuba refleja el espíritu vengativo de las élites norteamericanas, pero
también la ignorancia y la credulidad del norteamericano común.
Sin duda, muchos americanos ni siquiera saben cuál es la política de
Washington hacia Cuba, o, si han oído algo, creen torpemente las
mentiras declamadas por los funcionarios estadounidenses para justificar
esta política. En materia de historia y de política exterior
los norteamericanos son a las claras ignorantes e ingenuos, mucho más
que los europeos. Sin embargo, hay más que ignorancia y
credulidad —también hay, en el caso de un gran número de ciudadanos
norteamericanos, indiferencia hacia los sufrimientos que la política de
los Estados Unidos le causan a otros pueblos, una incapacidad de sentir
empatía.
Así como ocurre con Cuba, también con los palestinos. Durante
la Guerra Fría, los Estados Unidos le dieron un respaldo inquebrantable
a Israel, cualesquiera que fueran los crímenes del gobierno de Tel
Aviv, y menoscabaron los derechos de los palestinos. Jimmy
Carter fue el primer presidente estadounidense en reconocer que los
palestinos tenían «derechos legítimos» —hasta el derecho a la
autodeterminación. Él intermedió en el acuerdo de paz entre Egipto e
Israel, pero no presionó a Israel para que reconociera los derechos de
los palestinos. Eso, a pesar de que los Estados Unidos eran el cordón
umbilical de Israel, otorgándole ayuda militar y económica masiva. Pero
qué otra cosa hubiera podido hacer Carter, cuando Brzezinski seguía
recordándole que «por el bien del Partido Demócrata» (y de su propia
reelección), él no podía ofender «a la comunidad judía americana».27 Las
consideraciones electorales fueron más fuertes que el sentimiento de
justicia de Jimmy Carter.
Luego, Ronald Reagan llegó a la Casa
Blanca. En 1982, Israel invadió, Líbano y sitió Beirut Occidental, donde
vivían cientos de miles de libaneses musulmanes, unos millares de
guerrilleros palestinos y decenas de millares de refugiados palestinos.
Reagan quedó horrorizado por el salvajismo de los bombardeos israelíes
contra Beirut Occidental. El 12 de agosto escribió en su diario: «Hoy
los israelíes desataron durante catorce horas el más devastador ataque
con aviones bombarderos y artillería contra Beirut Occidental». Reagan
llamó por teléfono al primer ministro israelí Menachem Begin: «Yo estaba
indignado —le dije que tenía que parar o todas nuestras relaciones
futuras peligrarían. Utilicé con toda intención la palabra
“holocausto”».28 A Begin esto no lo impresionó. «Una vez más Begin, en
efecto, me dijo que no me entremetiera en sus asuntos».29
Finalmente, los Estados Unidos lograron
establecer una tregua. Los guerrilleros palestinos salieron de Beirut
Occidental para ser dispersados a lo largo del mundo árabe. Israel se
comprometió, en cambio, a que no habría violencia contra la población
palestina de Beirut Occidental. Pero los israelíes violaron su promesa.
Ellos le pemitieron a la milicia maronita (los falangistas) entrar en
los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Shatila. La masacre
duró más de dos días y los falangistas mataron a más de dos mil
palestinos. Reagan escribió en su diario que los falangistas habían
«masacrado a hombres, mujeres y niños. Los israelíes no hicieron nada
para impedirlo».30 Con mayor precisión, como lo señala en sus memorias
el secretario de Estado de Reagan, George Shultz, los israelíes
participaron en la masacre, «lanzando luces de bengala a lo largo de la
noche para permitirle a los falangistas llevar a cabo lo que fue una
masacre. Los israelíes sabían muy bien lo que estaba ocurriendo».31
El gobierno de Reagan no hizo
nada. No tomó ninguna medida contra Israel. Y tampoco los líderes
políticos norteamericanos —Demócratas y Republicanos— se lo pidieron. En lo que se refiere a la prensa norteamericana —que presume de ser inquisitiva y objetiva—, el tono lo precisó el New York Times,
ese faro del periodismo estadounidense. Cuando rindió un informe a la
comisión de investigación israelí sobre la masacre (seleccionada por el
primer ministro Begin), como era de esperarse este negó la complicidad de Israel. El New York Times no
escatimó elogios para el gobierno de Israel —país democrático y aliado
de los Estados Unidos— por haber ordenado la investigación. «Son pocas
las naciones que buscan su salvación por estos medios».32
La Guerra Fría ha terminado. La política
de Israel en la Ribera Occidental ocupada se ha vuelto aún más agresiva.
Se ha intensificado la creación de asentamientos judíos en la Ribera
Occidental y la confiscación de las tierras de los palestinos en
beneficio de los colonos judíos. Ahora 350 000 colonos judíos viven en
la Ribera Occidental y su número sigue creciendo. Su presencia pone en
peligro la creación de un Estado palestino. El gobierno estadounidense
ya no está limitado por las necesidades de la Guerra Fría. Quizás Obama
hasta sienta alguna empatía por el drama de los palestinos. Pero él es
un político, y está muy consciente del poderío del lobby sionista en su país. Los
Estados Unidos continúan siendo el sostén de Israel. Siguen dándole a
Tel Aviv una ayuda militar y económica masi-va, sin condiciones.
Le dicen a los palestinos que no tienen el derecho de empuñar las armas
contra quienes ocupan sus tierras y tildan de terroristas a aquellos
que lo hacen —olvidándose que ellos mismos les dieron las armas a los
afganos que combatieron contra la invasión soviética y que cada nuevo
asentamiento judío en la Ribera Occidental es un acto de agresión contra
el pueblo palestino. De vez en cuando, en la gran prensa europea —por
ejemplo, en el Economist de Londres— salen artículos que
describen cómo las autoridades militares israelíes y los colonos judíos
maltratan a los palestinos en la Ribera Occidental. Pero, esos
artículos están ausentes en la gran prensa americana, la cual celebra a
Israel como la única democracia en el Medio Oriente, e ignora la
violencia de Israel contra los palestinos.
Ningún gobierno europeo está dispuesto a desafiar a Washington en defensa de los palestinos y
los países árabes son débiles y están divididos. Ninguna voz poderosa
se levanta en la arena internacional en favor de los derechos de los
palestinos. No obstante, este triunfo de Israel y de los Estados Unidos
puede ser pírrico. Hace más de medio siglo, un análisis de la CIA, bien
profético, advirtió que si los Estados Unidos se parcializaban en favor
de Israel y en contra de los palestinos, «en el futuro los intereses
estadounidenses serán muy perjudicados si no por las decisiones de los
gobiernos árabes, seguramente por la inestabilidad y la hostilidad que
se desatarán de forma inevitable en el mundo árabe». Los
norteamericanos están conscientes de la hostilidad que ellos engendran
en el Medio Oriente. Y esta los sorprende y los ofende. Sin embargo, los
medios de comunicación estadounidenses y los «buenos nativos» les
brindan una explicación cómoda y conforme con su creencia en el
excepcionalismo de los Estados Unidos: los árabes les tienen antipatía
—hasta odio— no porque esa nación haya hecho algo malo, sino porque los
Estados Unidos son la mejor democracia del mundo, la «Ciudad en la
Colina», y los árabes le tienen envidia a sus virtudes y éxitos.
Analizando la manera tan diferente en que
cubanos y americanos han valorado la política de los Estados Unidos
hacia Cuba, Nancy Mitchell, una de las historiadoras más perspicaces de
aquel país, ha señalado: «nuestra memoria selectiva no solo
sirve a un propósito, también tiene repercusiones. Crea un abismo entre
nosotros y los cubanos: compartimos un pasado, pero no tenemos recuerdos
compartidos».33 Esto es cierto también en el caso de
Venezuela, Bolivia y los demás países de América Latina, asimismo para
África, a lo largo del Tercer Mundo y hasta para Europa.
¿Cuál es la relevancia de esto para el presente?
Si los norteamericanos pudieran hoy día —tal como lo hizo Wilson hace un siglo— ver con claridad lo que los Estados Unidos han hecho, en vez de dejarse embriagar por la retórica y los mitos, entonces tal vez podrían empezar a entender los temores de otros países frente al poderío norteamericano, así como el resentimiento. Podrían empezar a entender que los críticos extranjeros no son bribones carcomidos por la envidia. Hasta podrían empezar a percatarse de la importancia del derecho internacional.Pero esto es idealismo. La realidad es que se está ampliando la brecha entre las percepciones que tienen los estadounidenses de sí mismos y las percepciones que tiene el mundo de los Estados Unidos; y las consecuencias de esta creciente brecha son escalofriantes.
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