Por Thierry Meyssan
La OTAN y la ONU dicen querer
estabilizar Libia cuando en realidad las acciones de las dos
organizaciones siguen el plan del almirante estadounidense Cebrowski
para la destrucción de los Estados de los países atacados.
Aceptando
implícitamente la intervención ilegal de la OTAN como un hecho
consumado, las Naciones Unidas tratan ahora de estabilizar Libia.
Intentos de pacificación
La
ONU está présente en el país a traves de la MANUL (Misión de Apoyo las
Naciones Unidas en Libia), un órgano exclusivamente político.
El verdadero carácter de esa instancia se vio claramente desde que
se creó. Su primer director, Ian Martin, ex director de Amnistía
Internacional, organizó el traslado de 1 500 yihadistas de al-Qaeda,
como «refugiados», de Libia hacia Turquía para formar el denominado
«Ejército Sirio Libre». Aunque la MANUL está supuestamente bajo la
dirección de Ghassan Salamé [1], en realidad depende directamente del
director de Asuntos Políticos de la ONU, que no es otro que el
estadounidense Jeffrey Feltman. Este último, ex asistente de Hillary
Clinton en el Departamento de Estado estadounidense, es uno de los
principales ejecutores del plan Cebrowski-Barnett para la destrucción de
los Estados y sociedades en los países del «Medio Oriente
ampliado» [2]. Fue precisamente Jeffrey Feltman quien supervisó en el
plano diplomático las agresiones contra Libia y Siria [3].
La
ONU parte de la idea que el desorden actual en Libia es consecuencia de
la «guerra civil» de 2011 entre el régimen de Muammar el-Kadhafi y su
oposición. Pero, en el momento de la intervención de la OTAN, esa
oposición se componía solamente de los yihadistas de al-Qaeda y la tribu
de los misurata. Como ex miembro del último gobierno de la Yamahiriya
Árabe Libia, yo mismo soy testigo de que la agresión de la OTAN
no respondía a la existencia de un conflicto entre libios sino a una
estrategia regional a largo plazo para todo el conjunto del Medio
Oriente ampliado o Gran Medio Oriente.
Ante
los magros resultados que obtuvieron en las elecciones legislativas de
2014, los islamistas que habían librado los combates terrestres
por cuenta de la OTAN decidieron no reconocer la «Cámara de
Representantes» basada en Tobruk y constituir, en Trípoli, su propia
asamblea, que ahora llaman «Alto Consejo de Estado». Considerando que
esas dos asambles rivales podían formar un sistema bicameral, Feltman
puso a los dos grupos en condiciones de igualdad. Hubo contactos
organizados en los Países Bajos y después se firmaron los acuerdos de
Skhirat (Marruecos) pero sin aprobación de ninguna de las dos asambleas.
Esos «acuerdos» instituyeron un «gobierno de unión nacional», designado
por la ONU e inicialmente con sede en Túnez.
Para
preparar la elaboración de una nueva Constitución y elecciones
presidencial y legislativas, Francia –suplantando los esfuerzos de los
Países Bajos y Egipto– organizó a fines de mayo una cumbre entre las
personas que la ONU presenta como los cuatro principales líderes del
país, encuentro que se realizó en presencia de representantes de los
principales países implicados en el terreno. Esa iniciativa fue
duramente criticada en Italia [4]. Públicamente, se habló de política,
pero discretamente se trazaron los contornos de un Banco Central Libio
único que se encargará de borrar el robo de los fondos soberanos por los
miembros de la OTAN [5] y centralizará el dinero del petróleo.
En todo caso, después de la firma de una declaración común y de los
abrazos de rigor en tales circunstancias… la situación en el terreno
empeoró bruscamente.
El
presidente francés Emmanuel Macron actuó en función de su experiencia
como banquero de negocios: reunió a los principales líderes libios
seleccionados por la ONU, analizó con ellos cómo proteger sus intereses
respectivos con vistas a crear un gobierno que todos reconozcan,
verificó que las potencias extranjeras no sabotearan ese proceso y creyó
que los libios aplaudirían esa solución. Pero no resolvió nada porque
Libia es totalmente diferente a las sociedades occidentales.
Es
evidente que Francia, que fue –con el Reino Unido– la punta de lanza de
la OTAN contra Libia, está tratando de recuperar los dividendos de su
intervención militar, que hasta ahora le han sido negados por sus
aliados anglosajones.
Para
entender lo que está sucediendo es necesario ver un poco de historia y
analizar cómo viven los libios en función de su propia experiencia
personal.
La Historia de Libia
Libia
existe desde hace sólo 67 años. En el momento de la caída del fascismo y
del fin de la Segunda Guerra Mundial, los británicos ocuparon parte de
aquella colonia italiana (las regiones de Tripolitania y Cirenaica)
mientras que los franceses ocupaban otra parte (la región de Fezzan)
dividiéndola y vinculándola administrativamente a sus colonias de
Argelia y Túnez.
Londres
favoreció la aparición de una monarquía controlada desde Arabia Saudita,
la dinastía de los Senussi, que reinó sobre el país al proclamarse la
«independencia», en 1951. Esa dinastía wahabita mantuvo el nuevo Estado
en un oscurantismo total mientras favorecía los intereses económicos y
militares anglosajones.
La
dinastía de los Senussi fue derrocada en 1969 por un grupo de oficiales
que proclamó la verdadera independencia y sacó del país las fuerzas
extranjeras. En el plano de la política interna, Muammar el-Kadhafi
redactó, en 1975, el Libro Verde, un programa donde garantizaba a la
población del desierto la realización de sus principales sueños.
Por ejemplo, cada beduino soñaba tener su propia tienda para vivir y
su camello (un medio de transporte). Kadhafi garantizó a cada familia un
apartamento gratis y un automóvil. La Yamahiriya Árabe Libia también
garantizó gratuitamente a los libios el agua [6], la educación y los
servicios de salud [7]. La población nómada del desierto se sedentarizó
progresivamente en la costa, pero los vínculos de cada familia con su
tribu de origen siguieron siendo más importantes que las relaciones de
vecindad. Se crearon instituciones nacionales inspiradas en las
experiencias de los falansterios de los socialistas utópicos del
siglo XIX. Esas instituciones instauraron una democracia directa que
coexistía con las estructuras tribales antiguas. En ese marco, las
decisiones importantes se presentaban primeramente en la Asamblea
de Consulta de las tribus antes de someterse a deliberación en el
Congreso General del Pueblo (Asamblea Nacional).
En
el plano internacional, Muammar el-Kadhafi se dedicó a la solución del
conflicto secular entre africanos árabes y africanos negros. Erradicó la
esclavitud y utilizó gran parte de los ingresos provenientes del
petróleo para contribuir al desarrollo de los países subsaharianos,
principalmente de Mali. Su actividad incluso despertó a los países
occidentales, que iniciaron entonces políticas de ayuda al desarrollo
del continente africano.
Sin
embargo, a pesar de los progresos alcanzados, 30 años de Yamahiriya
no lograron convertir aquella Arabia Saudita africana en una sociedad
laica moderna.
El problema actual
Al
destruir la Yamahiriya y desplegar nuevamente en Libia la bandera de la
dinastía Senussi, la OTAN hizo retroceder el país a lo que había sido
antes de 1969, un conjunto de tribus que vivían en el desierto
sin relación con el resto del mundo. Ante la desaparición del Estado, la
población se replegó hacia las estructuras societales tribales,
sin jefe supremo. Volvieron a Libia la sharia, el racismo y el
esclavismo. En esas condiciones, es inútil tratar de restablecer
el orden desde arriba y se hace indispensable pacificar primero las
relaciones entre las tribus. Sólo después de eso será posible plantearse
la creación de instituciones democráticas. Hasta ese momento,
la seguridad de cada cual dependerá de su pertenencia a una tribu. Para
poder sobrevivir, los libios renunciarán hasta entonces a pensar de
manera autónoma y actuarán siempre tomando como referencia su grupo
tribal.
Resulta emblemática
la represión que los habitantes de Misurata desataron contra
los pobladores de Tawerga. Los misuratas (habitantes de Misurata) son
los descendientes de los soldados turcos del ejército otomano mientras
que los pobladores de Tawerga son descendientes de ex esclavos negros.
En relación con Turquía, los misuratas participaron en el derrocamiento
de la Yamahiriya y, en cuanto se impuso el estandarte de los Senussi,
arremetieron con furor racista contra los libios negros atribuyéndoles
todo tipo de crímenes. Se estima que al menos 30 000 pobladores de
Tawerga se vieron obligados a huir de esa localidad libia.
Será
evidentemente muy difícil que surja una personalidad comparable al
asesinado Muammar el-Kadhafi y que obtenga, primeramente, el
reconocimiento de las tribus y después la aceptación del Pueblo. Pero
no es ese el objetivo de Jeffrey Feltman. Contrariamente a las
declaraciones oficiales sobre una solución «inclusiva», o sea que
integre todos los componentes de la sociedad libia, Feltman impuso,
a través de los islamistas con quienes colaboró contra Kadhafi desde el
Departamento de Estado estadounidense, una ley que prohíbe que las
personas que sirvieron a la Yamahiriya puedan ejercer cargos públicos.
La Cámara de Representantes se ha negado a aplicar ese texto, que sigue
en vigor en Trípoli. Se trata de un dispositivo comparable al proceso de
“desbaasificación” que el propio Feltman impuso en Irak, cuando
participaba en la dirección de la «Autoridad Provisional de la
Coalición». En ambos casos, las leyes de Feltman privan a esos países de
la mayoría de sus élites, empujando estas últimas a la violencia o al
exilio. Es evidente que, mientras dice trabajar por la paz, Feltman
sigue adelante con los objetivos del plan Cebrowski.
A
pesar de las apariencias, el problema de Libia no es la rivalidad entre
líderes sino la ausencia de pacificación entre las tribus y la
exclusión de los antiguos seguidores de Kadhafi. La solución no puede
negociarse entre los cuatro líderes reunidos en París sino únicamente en
el seno de la Cámara de Representantes de Tobruk y alrededor de esa
estructura, cuya autoridad abarca ahora el 80% del territorio libio.
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