El miércoles 12 de
julio, el ex presidente Lula Da Silva fue condenado a nueve años y medio
de prisión por el juez Sergio Moro, sin que por eso vaya a la cárcel ni
sea inhabilitado políticamente hasta que un tribunal de segunda
instancia ratifique o no la sentencia.
El juez Moro, como se ha dicho en esta en esta tribuna,
pertenece a un grupo de fiscales y jueces formados en América Latina
para la lucha contra la corrupción en cursos como "Puentes", impartido
por el Departamento de Estado de EEUU. Gracias al respaldo de la prensa
se ha convertido prácticamente en un poder paralelo desde su
magistratura municipal de Curitiba.
Mediante la delación premiada, que otorga beneficios a quien confiese
sus supuestos crímenes, Moro ha encarcelado a políticos y empresarios
brasileños para que finalmente se acogieran a esta figura. De esta
forma, más de 700 políticos se encuentran hoy condenados y altos
ejecutivos de Odebrecht, OAS, Embraer, Petrobras, JBS, entre otros,
relacionados a casos de corrupción.
Con Lula condenado, las principales figuras representativas del
proyecto de Brasil potencia se encuentran implicadas en casos de
corrupción, en un contexto en el que fue destituida hace un año la
presidenta Dilma Rousseff. Y su sucesor de facto, Michel Temer, se
encamina a la gillotina con un caso de sobornos destapado por un audio
realizado por el dueño de JBS en el palacio de gobierno de Brasil.
Del desarme del PT a la reconfiguración de la clase política
Sin ningún tipo de costo político y con una alta credibilidad, la
operación judicial en Brasil ha desestructurado el sistema de relaciones
entre políticos y empresarios. Una relación tan simbiótica que había
llevado al PT a tener influencia
en 119 compañías de Brasil, a través del control de seis de los
principales fondos de pensión, además de su presencia en el Banco
Nacional de Desarrollo Económico y Social, los principales inversores y
prestamistas del país para los planes de expansión de estas empresas.
El saldo es más que evidente una vez que altos ejecutivos de empresas
como JBS, Embraer y Odebrecht negocian con la justicia estadounidense
acuerdos para resguardar sus activos en el mercado mundial. A cambio de
entregar a los altos políticos del país en una especie de juegos del
hambre, rompen por un buen tiempo con las alianzas que habían hecho que
la proyección de poder brasileña se basara en sus transnacionales.
Hoy por este modus operandi existen 409 dirigentes del PT,
unos 287 del Partido Democrático del Centro Brasileño y otros 152 del
Partido de la Social Democracia que han sido condenados por casos de
corrupción, relacionados al método de delación premiada impuesto por
Moro. Ninguno de estos tres partidos, además, tienen capacidad de
posicionar una sólida propuesta que reestablezca el margen de maniobra
de la clase política en el país.
La condena a Lula, en ese sentido, plantea anular al único liderazgo
político que pudiese organizar nuevamente una alianza de poder y
establecer una paz armada entre empresarios, políticos y jueces. Todo
parece encaminarse, si eso prospera, a una seria reconfiguración de la
clase política brasileña que obedezca a la "transparencia" y el
faranduleo político con figuras provenientes de la televisión como el actual intendente de San Pablo, Joao Doria.
Las reformas y la operación regional
Mientras esto sucede, transnacionales y grandes bancos
estadounidenses recuperan, imperceptiblemente, influencia en Brasil con
el avance de reformas en el ámbito energético, laboral y de pensiones,
que le permiten a
Chevron, por ejemplo, avanzar sobre Petrobras en la rica Cumbre
Pre-Sal, y a JP Morgan ponerse adelante en la fila para acceder a la
reprivatización de los fondos jubilatorios del país.
La reforma laboral, que extiende
la jornada en 12 horas y disminuye sensiblemente el poder de los
sindicatos, se impone por parte del gobierno de Temer como una dádiva al
mercado para que permita a Brasil ingresar en la división del trabajo
de libre comercio propuesta por las compañías estadounidenses. Sin que
por eso sea frenada ni resistida por los brasileños ni las fuerzas que
acompañan a Lula, condenado un día después de la sanción de esta
reforma.
El laboratorio brasileño avanza a pasos firmes, con o sin
legitimidad, congelando los gastos en salud, educación y planes sociales
por 20 años. Bajo la lógica de disminuir al máximo el gasto del Estado y
el mercado en personas para convertir al país en una factoría de mano
de obra y recursos naturales baratos para las plataformas
transnacionales y financieras, necesitadas de liquidez en una economía
mundial en recesión.
Dentro de este contexto es que se insertan otros avances del
Departamento de Justicia estadounidense sobre la constructora Odebrecht,
responsable de los principales proyectos de infraestructura de la
región de los últimos 20 años, para que su dueño entregue información
acerca de su esquema de sobornos en América Latina. Una información que
selectivamente es distribuida a los mismos fiscales y jueces de la
región, influenciados por la matriz jurídica y cultural de lucha contra
la corrupción impulsada por el Departamento de Estado (que planea ampliarse a Europa del Este y Asia Central, ambas estratégicas en la geopolítica mundial).
Lo que muestra de manera clara la búsqueda de impulsar puertas afuera
de Brasil el mismo formato de judicialización de la política. Contrario
a lo que se cree, estas medidas no van sólo contra el progresismo, sino
contra toda la clase política para tutelarla de una manera mucho más
indirecta y eficiente que en los tiempos de las dictaduras militares.
Demás está decir que en el siglo XXI no hay un político más debil que
aquel que esté extorsionado con una causa judicial que amenace su
imagen.
¿La condena a Lula abre un ciclo de dictaduras judiciales en la región?
Señor juez, ¿usted tiene alguna prueba de que el departamento sea mío, que yo haya vivido ahí, que haya pasado ahí alguna noche, que mi familia se haya mudado; o tiene algún contrato, una firma mía, un recibo, una transferencia bancaria, algo?
-No, por eso le preguntó.
Este extracto
de la audiencia judicial entre el juez Sergio Moro y Lula Da Silva
revela el carácter deliberado de la sentencia en su contra por
supuestamente recibir un departamento en calidad de soborno de la
constructora OAS. Sobre todo, por ser la postal que más sintetiza el
carácter excepcionalista que cobra la justicia a la hora de
prácticamente proscribir al principal líder político brasileño. Una
verdad que cobra mucho más sentido si se tiene en cuenta que una de las
principales pruebas en su contra es la delación premiada del dueño de
OAS, Léo Pinheiro, obtenida a cambio de recuperar su libertad y salvar
parte de sus negocios, como si hubiese pagado una especie de rescate a
la mafia que lo tenía retenido.
Más allá de la condena: la destrucción del país más grande de América Latina
La guerra jurídica que inició en Brasil, a partir del proceso
judicial denominado Lavadero de Autos, ha puesto patas para arriba al
país que hasta 2014 tenía mayores posibilidades de convertirse en un
rival de Estados Unidos en el continente. Dirigida por el juez Moro, el
Ministerio Público y la Policía Federal, todos formados
en cursos del Departamento de Estado, la operación tomó un carácter de
limpieza de la elite brasileña, como si se planteara descabezarla con el
objetivo de alejarla del futuro de potencia que se abría en su porvenir
después de recibir la cumbre de los BRICS y la Copa Mundial de Fútbol.
En el transcurso de la investigación de Lavaderos de Autos se llevó a
juicio a más de 400 políticos, pero lo más importante fue que se generó
un clima de cacería contra las principales transnacionales de Brasil de
importante desempeño en mercados clave como el petrolero,
armamentístico, alimentario y de construcción. Hoy es un hecho que
Odebrecht, Petrobras, Embraer y JBS, por citar algunas, tienen acuerdos
de colaboración con el Departamento de Justicia de Estados Unidos,
mientras sus rendimientos como transnacionales han mermado
importantemente en un contexto de desindustrialización del país.
Blindada por los medios, y una importante campaña cultural, la
operación Lavadero de Autos generó el clima político que permitió el
arribo a la presidencia de la coalición de partidos que encabeza Michel
Temer. Una presidencia de facto, a costa de la cabeza de Dilma Rousseff,
que en menos de dos años ha sancionado importantes reformas exigidas
por los bancos y las corporaciones estadounidenses, como la apertura de
la Cumbre Pre-Sal, antes potestad de Petrobras, la congelación de planes
sociales y la reforma laboral que lleva a la población más numerosa del
continente a condiciones de trabajo de hace 50 años atrás.
La condena a Lula parece cerrar el cerco a una opción política que
exprese a la mayoría de los brasileños que se oponen a estas
controvertidas reformas. Dado que la figura del ex presidente de Brasil
se ubica primera en la mayoría de las encuestas electorales, en paralelo a un masivo rechazo
a las políticas aplicadas por el gobierno de Temer. Lo que evidencia la
puesta en marcha de una democracia tutelada por los bancos, la
agroindustria, las mineras y transnacionales que hoy influencian las
decisiones del país luego del operativo de limpieza judicial que barrió
con quienes antes gobernaban Brasil.
"Lucha contra la corrupción": alcances y objetivos de la cruzada judicial en la región
Según la Estrategia de Seguridad Nacional de
la Administración Trump, la lucha contra la corrupción en los países
aliados apunta a "generar un clima de negocios transparente para las
empresas estadounidenses". Brasil es el claro ejemplo de cómo esto se
plasma en el terreno dado que la operación Lavadero de Autos logró abrir
importantes franjas del mercado brasileño antes de exclusividad de las
transnacionales del país. Una clara reedición de la Doctrina Monroe que
durante el siglo XIX y XX justificó la intervención de Estados Unidos en
América Latina cada vez que sus intereses empresariales estuviesen en
peligro o cuestionamiento.
En esta tribuna largamente hemos descrito
el arduo trabajo del Departamento de Estado y Justicia por armar una
red de jueces, fiscales, procuradores y policías que respondieran
directamente a la matriz jurídica de "lucha contra la corrupción",
difundida desde Washington. La Estrategia de Seguridad Nacional de Trump
es reveladora en ese sentido, porque ubica todos los esfuerzos de su
política exterior en pos de la lucha contra la corrupción en el apartado
de "Militarización y Seguridad en América Latina". Una confesión de
parte que hace más obvio lo evidente.
Entonces es normal que se comprenda a la "lucha contra la corrupción"
como la justificación para limpiar las instituciones, y los mercados
latinoamericanos de políticos y empresarios que impidan "un clima
trasparente para las empresas norteamericanas". La operación Lavadero de
Autos es un modelo ejemplar de este tipo de intervención, que el
Departamento de Estado intenta replicar en áreas clave de la geopolítica
mundial como Asia Central y Europa del Este, donde las potencias se
juegan su futuro como actores de peso. Dado que sustituye como garantes
de sus intereses a políticos y militares desprestigiados por jueces y
fiscales, protegidos de los vaivenes de la región y el control del
electorado.
Esta nueva forma de asegurar la posición estadounidense en el
continente ha sido considerada por algunos como el Plan Cóndor 2, en
honor al programa ejecutado en los años setenta y ochenta por la
Administración de Richard Nixon, Jimmy Carter y Ronald Reagan. Décadas
donde la principal línea de defensa de los intereses norteamericanos
fueron las dictaduras militares, inspiradas en la doctrina del enemigo
interno y la lucha contra el comunismo difundida por la Escuela de las
Américas. Un modelo de control social que por esos años aseguró el
acceso a las riquezas del continente a las corporaciones estadounidenses
y europeas.
Sentencias y proscripciones: ¿hacia una nueva forma de gobierno?
La condena a Lula se da en un contexto regional donde proliferan los
procesos judiciales impregnados de intereses del Departamento de Estado.
Entre los que destacan los expedientes de sobornos de Odebrecht,
entregados a los juzgados locales por el Departamento de Justicia, y las
redes de fiscalías y juzgados, financiados por programas de
instituciones como la Agencia para el Desarrollo Internacional del
Departamento de Estado (Usaid). Ampliamente abocados en profundizar la
judialización de la política en América Latina.
Lo que da a EEUU una ventaja estratégica en controlar el devenir de
los sistemas políticos latinoamericanos en función del flujo de negocios
en la región, un objetivo enmarcado en la Estrategia de Seguridad
Nacional de Trump, apuntada a disciplinar el capital local y contener la
influencia de China y Rusia en el entorno cercano a ese país. La
condena a Lula en esta lógica visibiliza al poder duro que opera detrás
de la "lucha contra la corrupción", sin los mantos narrativos y
culturales que lo fundamentan ante las sociedades latinoamericanas.
Que Lula no haya tenido derecho al debido proceso, ni se le haya
respetado el principio de inocencia, demuestra la zona gris, sin leyes
ni reglas, ni garantías, hacia donde se mueven las instituciones del
Estado brasileño a la hora de intervenir en los conflictos políticos que
en los últimos años se dirimían, principalmente, por la vía electoral.
Por eso el hecho de que se lo haga previo a una elección presidencial
pone, además, de relieve la búsqueda de limitar las posibilidades de
acceso al poder del PT. Una proscripción de facto que retrocede a la
región a épocas del pasado reciente donde los líderes políticos eran
inhabilitados, según su afiliación política y capacidad de daño a los
intereses empresariales.
En un contexto regional en el que sobresale el fraude en Honduras,
esto abre el interrogante si se intenta poner en marcha un nuevo modelo
de control social más abarcante y duradero en el tiempo. Destinado a
cerrar todas las vías institucionales, a las alternativas que pongan en
cuestionamiento las dictaduras de mercado que comienzan a instaurarse en
América Latina. Un interrogante no menor si se tiene en cuenta que el
grueso del progresismo aún considera que puede retornar al poder por la
vía democrática, sin cuestionarse este nuevo campo de batalla que se
observa en Brasil, donde un laboratorio judicial parece haber dado lugar
a una nueva forma de gobierno.
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