Memorias de America:
«Quizá algún día el Che muera en un campo de batalla o emerja en una revolución triunfante; se percatará entonces de la autenticidad de su carta de despedida y de su identificación total con la Revolución Cubana y su Jefe»,escribía el Che en 1966.
Así aparecen Ernesto Che Guevara y Fidel Castro en una de las
primeras fotos que tienen juntos, cuando compartían la aventura
histórica de prepararse para la próxima lucha en las alturas del oriente
cubano.
Contaba el Che que se conocieron en una de las frías noches de
México. A él, según una carta que escribió a sus padres, luego de sus
caminatas por distintos países, «no hacía falta mucho para incitarlo a
entrar en cualquier revolución contra un tirano, pero Fidel me
impresionó como un hombre extraordinario. Las cosas más imposibles eran
las que encaraba y resolvía».
La primera discusión que tuvieron fue sobre política internacional.
Después el Che le habló de su caso: un extranjero, ilegal en México y
con toda una serie de cargos encima. «Le dije que no debía de manera
alguna pararse por mí la Revolución, y que podía dejarme; que yo
comprendía la situación y trataría de ir a pelear desde donde me lo
mandaran; que el único esfuerzo debía hacerse para que me enviaran a un
país cercano y no a la Argentina».
«Yo no te abandono», fue la respuesta tajante de Fidel, palabras que
fueron promesas de combate para todos los meses de balas que vivirían; y
antes de que terminara esa madrugada en la casa de María Antonia
González Rodríguez, número 49 de la calle José Emparán, ya el Che era
uno de los futuros expedicionarios.
«Tenía una fe excepcional en que una vez que saliese a Cuba iba a
llegar, y que una vez llegado iba a pelear y que peleando iba a ganar.
Compartí su optimismo, había que hacerlo, que luchar, que concretarlo,
que dejar de llorar y pelear, para demostrarle al pueblo de su patria
que podía tener fe en él, porque lo que decía lo hacía».
«Hubo quienes estuvieron en prisión 57 días (…) con la amenaza
perenne de la extradición (…) pero en ningún momento perdimos nuestra
confianza personal en Fidel Castro. Y es que Fidel tuvo algunos gestos
que, casi podríamos decir, comprometían su actitud revolucionaria en pro
de la amistad. Esas actitudes personales con la gente que aprecia son
la clave del fanatismo que crea a su alrededor», decía el Che.
Y al líder del movimiento también lo impresionaba el joven médico que
todos los fines de semana trataba de subir el Popocatépetl, un volcán
que está en las inmediaciones de la capital. «Preparaba su equipo —es
alta la montaña, es de nieves perpetuas—, iniciaba el ascenso, hacía un
enorme esfuerzo y no llegaba a la cima. El asma obstaculizaba sus
intentos. A la semana siguiente intentaba de nuevo subir el Popo —como
le decía él— y no llegaba; pero volvía a intentar subir, y se habría
pasado toda la vida intentando, aunque nunca alcanzara aquella cumbre.
Da idea de la voluntad, de la fortaleza espiritual, de su constancia»,
contaría Fidel muchos años después, el 26 de mayo de 2003, en la
Facultad de Derecho de Buenos Aires.
Faltan pocos días para zarpar en un pequeño yate a Cuba, las horas en
México son de ajetreo y tensión. ¿A quién se debe avisar en caso de
muerte?, «y la posibilidad real del hecho nos golpeó a todos. Después
supimos que era cierto, que en una revolución se triunfa o se muere (si
es verdadera)», escribiría nueve años después el Che en una carta sin
fecha que sería entregada a su destinatario el 1ro. de abril de 1965,
cuando él había decidido irse a luchar a África y se despedía del amigo
que conoció en una noche fría.
El yate Granma, con sus 82 muchachos tras el mismo sueño, llegó a la
Isla el 2 de diciembre de 1956, y con ese desembarco tempestuoso en
Alegría de Pío, comenzó la vida en las montañas de los inexpertos
guerrilleros.
La sierra
Con fusiles al hombro y subiendo trillos empinados se unen los
hombres. En la Sierra Maestra y entre el fuego de las ofensivas, donde
Fidel se ratificó como el jefe del Ejército Rebelde, y el Che, por sus
méritos propios, se convirtió en su primer comandante, creció la
amistad.

«Cuando éramos un grupo todavía muy reducido, un voluntario para una
tarea determinada, el primero que siempre se presentaba era el Che. Es
uno de los hombres más nobles, más extraordinarios y más desinteresados
que he conocido», decía Fidel.
La historia, con sus grandes acontecimientos y detalles, lo
demuestra. El 16 de febrero de 1958, en medio de un combate, el Che
recibió un pequeño manuscrito de Fidel: «(…) Te recomiendo, muy
seriamente, que tengas cuidado. Por orden terminante, no asumas posición
de combatiente. Encárgate de dirigir bien a la gente que es lo
indispensable en este momento».
Cuidar la vida del argentino fue siempre una prioridad para el
Comandante, preservar a ese que insistía siempre en seguir aún cuando el
asma le golpeaba los pulmones; pero también, como decía Fidel, era
velar por la seguridad del «revolucionario formado; además, un gran
talento, una gran inteligencia, una gran capacidad teórica. (…) A todo
eso se unían condiciones humanas excepcionales, de compañerismo,
desinterés, altruismo, valentía».
Muchas veces las palabras del Che fueron brújula orientadora en los
momentos difíciles. El 13 de abril de 1958 Fidel le escribe: «No sería
malo que nos viéramos antes de perfilar definitivamente el discurso»;
aquel que daría por Radio Rebelde un día después del fracaso de la
huelga del 9 de abril.
También en una carta el 19 de mayo de 1958, tal vez en busca de su
opinión para aclarar caminos o estrechar la mano, le dice: «Hace además
muchos días que no conversamos, y luego es hasta una necesidad».
«Era tal la confianza de Fidel en las condiciones del Che como jefe y
combatiente guerrillero, que en el momento más crítico de toda la lucha
de la Sierra —en ocasión de la guerra ofensiva enemiga en el verano de
1958 contra el territorio del Primer Frente Rebelde— no vaciló en
confiarle dos misiones de trascendental importancia y alta
responsabilidad: la organización de la primera y única escuela de
reclutas que funcionó en el territorio de ese Frente, y la plena
dirección de la defensa del sector occidental del territorio rebelde en
una de las tres principales direcciones del avance enemigo», contaba
Jesús Montané Oropesa en el prólogo del libro Che en la memoria de Fidel Castro.

En las dos tareas el Che demostró que sobre su espalda podía
descansar la certeza del Jefe. Y una vez derrotada la ofensiva y creadas
las condiciones para extender la guerra al resto del país, con la
certidumbre de que el Che, sin creer en imposibles, cumpliría, a las 9
de la noche del 21 de agosto de 1958, en la Sierra Maestra, Fidel
escribía la orden miliar que llevaría al líder de la Columna 8 Ciro
Redondo a la peligrosa marcha hacia el centro de la Isla.
Hace 18 años, durante el acto central por el aniversario 40 del
triunfo de la Revolución en el parque Céspedes de Santiago de Cuba,
Fidel rememoraba:
«Fue en el desarrollo de aquellas operaciones cuando el Che y Camilo,
con aproximadamente 140 hombres el primero —según mis recuerdos, sin
consultar documento alguno— y alrededor de cien el segundo, realizaron
una de las más grandes proezas entre las muchas que he conocido en los
libros de historia: avanzar más de 400 kilómetros desde la Sierra
Maestra, después de un huracán, hasta el Escambray, por terrenos bajos,
pantanosos, infestados de mosquitos y de soldados enemigos, bajo
constante vigilancia aérea, sin guías, sin alimentos, sin el apoyo
logístico de nuestro movimiento clandestino, débilmente organizado en la
zona de su larga ruta. (…) Eran hombres de hierro».
En los días finales de diciembre de 1958, la ciudad villaclareña caía ante las fuerzas de Ernesto Guevara.
El triunfo
«Ellos no conversaban como jefe y subordinado, sino como dos amigos.
Hablaban de trabajo, de distintos temas, pero como amigos, ¡ah!, sí,
también una cosa, el Che era muy respetuoso, sabía respetar las ideas de
Fidel.
«En el Ministerio de Industrias, el Comandante se aparecía a la una, a
las dos, a las tres de la madrugada a visitarlo y ahí se pasaban horas
conversando los dos (…). Muchas veces compartían en esas visitas un jugo
de naranja que al Che le gustaba, e incluso bebían en el mismo vaso. El
Che decía que él había sido un privilegiado en tener un jefe y un
maestro como Fidel», dice Leonardo Tamayo Núñez, quien fuera escolta del
Che durante diez años y guerrillero en Bolivia.
Con el Gobierno Revolucionario en el poder, el médico comandante
ocupó importantes responsabilidades: dirigió el Departamento de
Industrialización del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), fue
Presidente del Banco Nacional de Cuba, Ministro de Industrias, y
representó al país en importantes eventos internacionales.
Cuando partió al Congo, Fidel, preocupado por su vida, encargó su
seguridad a dos combatientes. «Nos llama a Tuma y a mí y nos dice:
¡Ustedes me responden por su vida, tienen que cuidarlo, me responden por
su vida! No se separen de él ni un instante».
Pero el Che ya estaba decidido a seguir luchando en otras tierras,
algo que Fidel, en su condición de Jefe de Estado, no podía hacer.
Sintió que había cumplido la parte del deber que lo ataba a la
Revolución Cubana en su territorio y se despidió de Fidel, de los
compañeros, del pueblo que ya era suyo. Hizo formal renuncia de sus
cargos en la dirección del Partido, de su puesto de Ministro, su grado
de Comandante y su condición de cubano. «Nada legal me ata a Cuba, solo
lazos de otra clase que no se pueden romper como los nombramientos».
«Que si me llega la hora definitiva bajo otros cielos, mi último
pensamiento será para este pueblo y especialmente para ti. Que te doy
las gracias por tus enseñanzas y tu ejemplo al que trataré de ser fiel
hasta las últimas consecuencias de mis actos».
«Que en dondequiera que me pare sentiré la responsabilidad de ser
revolucionario cubano, y como tal actuaré. Que no dejo a mis hijos y mi
mujer nada material y no me apena: me alegra que así sea. Que no pido
nada para ellos, pues el Estado les dará lo suficiente para vivir y
educarse», escribió a Fidel en su carta de despedida.
Y se fue al Congo.

Nunca estuvo lejos
Cuando las noticias sobre su guerrilla allí comenzaban a ser
preocupantes y las informaciones sobre él a tergiversarse, llegó a las
manos de Orlando Borrego, viceministro primero de Industrias, cuando el
Che era Ministro, uno de los tantos artículos llenos de falsedades sobre
la actitud asumida por el Che, y con no pocas malas interpretaciones
sobre su pensamiento teórico y su actitud como dirigente.
El artículo era de la escritora Sol Arguedas, quien se decía amiga de
la Revolución Cubana, y en esas líneas interpretaba, a su modo, los
motivos por los que el Che se había marchado de Cuba.
«Yo leí y releí el artículo varias veces y finalmente me decidí a
contestarlo mediante una carta que dirigí a su autora; la respuesta fue
bastante dura y poco diplomática. Por ese entonces, para sorpresa mía,
fui informado de que el Che se encontraba en Cuba y que solicitaba mi
presencia; una de las primeras cosas que se me ocurre fue presentarle la
carta que tenía lista para enviar a Sol Arguedas, para que la revisara y
me diera su aprobación; la leyó pacientemente, se dedicó durante varias
horas a hacerle correcciones que consideró pertinentes, y luego le
agregó, de su puño y letra, un párrafo final:
«Quizás algún día el Che muera en un campo de batalla o emerja en una
revolución triunfante; se percatará entonces de la autenticidad de su
carta de despedida y de su identificación total con la Revolución Cubana
y su Jefe».
«Y quedó como si hubiera sido escrita por mí», dijo Borrego.
Con el apoyo de Fidel, el Che entrenó a un grupo de hombres y en poco
tiempo ya estaba listo para marcharse de nuevo; esta vez el destino era
Bolivia. Un hombre nunca imagina dónde va a encontrar la muerte, solo
es capaz de adivinarla unos minutos antes de que ocurra; y el Che,
inmortal ante los miedos, no huía del peligro si sabía que atravesándolo
encontraría al menos una gota de justicia y libertad.
«Lo vi en la madrugada del día que marchaba hacia el aeropuerto. Fue
en una casa de seguridad donde sostuvo —creo— la última conversación con
Fidel. Se hallaban también Raúl Castro y Vilma Espín. En la sala había
un sofá y Fidel y Che estuvieron hablando allí solos, en voz baja, un
tiempo muy prolongado», cuenta el comandante Manuel Piñeiro Losada
(«Barbarroja»).
Y no pasó mucho tiempo luego de aquel adiós, cuando el 8 de octubre
de 1967, durante un combate en la Quebrada del Yuro, fue herido y como
prisionero lo llevaron a la escuelita de La Higuera, donde un soldado
ejecutó la orden del alto mando boliviano encabezado por el presidente
René Barrientos, de fusilarlo el día 9.
«Tuvimos la oportunidad de estar diez años y seis meses al lado del Che.
«Mi misión, como es lógico, era cuidarlo dondequiera, en Cuba, en
China, en África, dondequiera que estuviera el Che; y en Bolivia mi
misión era cuidarlo y así lo recomendaba el Comandante el Jefe… la vida
del Che».
«En el único combate que nosotros no estuvimos al lado del Che fue el
8 de octubre (…) él me manda con Harry Villegas y me dice: «Tú, a
doscientos, trescientos metros, quebrada arriba”». Fue el único combate
en el que no estuve junto a él», se lamentaba Leonardo Tamayo Núñez.
Fidel, cuando informó de su muerte al pueblo de Cuba, era un hombre
apesadumbrado, como soportando una carga mil veces más pesada que su
tristeza.
Sobre el buró con tres micrófonos, puso la gorra militar, y con los
ojos mustios y amargada la vida, como quien debe decir lo que no hubiera
querido nunca, habló y mostró la foto que le tomaron aquellos sin alma
el 10 de octubre, como prueba irrefutable de que el Che había muerto.
Treinta años sus restos permanecieron sepultados en Vallegrande,
hasta que el 28 de junio de 1997 fueron encontrados junto a otros seis
guerrilleros por especialistas cubanos.
Así, el 12 de julio de 1997, volvió el Che a Cuba, para dormir
finalmente en el Complejo Escultórico Ernesto Guevara, en la ciudad de
Santa Clara, la misma que él liberó a finales de la guerra. Y el amigo
que conoció en la casa de María Antonia, al que acompañó en la guerra y
en los tiempos de paz, lo recibió:
«Si queremos expresar cómo queremos que sean los hombres de las
futuras generaciones, debemos decir: ¡Que sean como el Che! Si queremos
decir cómo deseamos que se eduquen nuestros niños, debemos decir sin
vacilación: ¡queremos que se eduquen con el espíritu del Che! Si
queremos un modelo de hombre, un modelo de hombre que no pertenece a
este tiempo, un modelo de hombre que pertenece al futuro, ¡de corazón
digo que ese modelo sin una sola mancha en su conducta, sin una sola
mancha en su actitud, sin una sola mancha en su actuación, ese modelo es
el Che! Si queremos expresar cómo deseamos que sean nuestros hijos,
debemos decir con todo el corazón de vehementes revolucionarios:
¡queremos que sean como el Che!».

Bibliografía consultada: Rodríguez Cruz, Juan Carlos; Rodríguez, Marilyn. (Che y Fidel una amistad entrañable). Editorial Capitán San Luis. La Habana, Cuba, 2004.
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