por Fernando Buen Abad Domínguez
No es no… en muchos casos
“El procedimiento moralizador del
filisteo consiste en hacer creer que son idénticos los modos de actuar
de la reacción y los de la revolución… El rasgo fundamental de esas
asimilaciones e identificaciones lo constituye el ignorar completamente
la base material de las diversas tendencias, es decir, su naturaleza de
clase, y por eso mismo su papel histórico objetivo”. León Trotsky

Con el argumento de que
Es la dictadura Intelectual de una
corriente burguesa, nada ingenua, que se ha cargado, con cierto
“revisionismo” caritativo, a generaciones enteras bajo el cuento del perdón funcional para toda ocasión.
Y eso, también, es inadmisible. Existe un punto en que la
intransigencia crítica es provechosa porque estructura procedimientos
lógicos y les da firmeza frente al caos con que se fabrican, y
presentan, ciertos eventos ideológicos o históricos. No hay lucha emancipadora que no posea bastiones principistas irreconciliables.
Como la lucha de clases. No hay corpus moral dignificante que no
requiera, para su grandeza, de los pilares axiológicos provistos por una
intransigencia crítica y dialéctica. Ni uno solo de los grandes
inventos científicos o tecnológicos hubiese conseguido visa sin los
bastiones de ciertas concepciones inamovibles.
No hay leyes, no hay Estados y no hay
normas capaces de dar contención a los “contratos” sociales sin una
estructura consensuada y sistemática de preceptos intocables. Así,
entonces, la moda de barnizarlo todo con permisividad, relativismos y
blandura, seria imposible sin una dosis de rigidez en sus causas
primeras o en sus fines. Aunque lo nieguen.
Es la moral filistea que tanto conviene a
los comerciantes interesados en quedar bien con todos. Es la mentalidad
de los mercenarios decididos a ensanchar su cartera de clientes. Es la ética de los mercaderes de noticias empecinados en abarcar a la mayor cantidad de personas lábiles y superficiales.
La ideología de los blandengues no requiere compromiso. De ahí su
éxito. Extrañamente, para su propaganda de la ambigüedad, son muy
rígidos.
Y a propósito: no se puede ser
neutrales con la “neutralidad”. Mucho menos cuando intencionalmente se
confunden (o equiparan) lo “neutral” con lo “objetivo”. Y más
cuando por “objetivo” se pretende hacer creer que no se toma parte, que
existe un lugar (o no-lugar) donde todo se ve con claridad por que no se
toma partido, porque no se tiene influencia y ni herencia que tiña
pensamientos, palabras o acciones. De tal falacia hacen su comidita
quienes trafican la “objetividad” (que también es una ideología)
buscando llegar a muchos. Así, dicen que la tecnología no tiene
ideología, que la ciencia no tiene ideología… y que su ideología es la
mejor porque sus silogismos no tributan ni adeudan ante escuela alguna. Y
en eso sí que son intransigentes.
Asumir principios no supone
petrificarlos. Cada convicción, que afirma sus herencias y sus
consecuencias, requiere del antídoto metodológico de la crítica, y de la
auto-critica, para no convertirse en dogma. Una “convicción” poderosa
lo es si es coherente con su historia y con los fines a que sirve… si es
necesaria, posible y realizable. Y no por eso es infalible. Una
“convicción”, tenga la base que tenga, debe mantenerse en evaluación
permanente y debe ser permeable a las fuerzas dialécticas que le dan
origen y finalidades. Debe consensuarse, contrastarse y perfeccionarse
sobre el crisol de la práctica y desde ahí debe producir su desarrollo
si no quiere convertirse en soliloquio o en homilía de sordos. Y,
especialmente debe ser paradigma elevado a la acción donde saldarán sus
aportes y sus deudas sin transigir reconciliaciones con lo que combate.
No pocas veces, la velocidad de los
acontecimientos históricos va generando lecciones que desnudan
debilidades y contradicciones fuertes donde son necesarias habilidades
especiales para corregir (sin traicionar) el todo o las partes de los
principios y los fines. Parte de la inteligencia social consiste en entrenar esa capacidad de modelado permanente en la praxis
(Sánchez Vázquez) como expresión de la dialéctica de las luchas
emancipadoras que enfrentan, sin cesar, enemigos expertos en mutaciones,
ambigüedades y disfraces de todo tipo. No se trata de habilidades para
la “adaptación” ni para el “acostumbramiento”, sino de destrezas
teóricas y prácticas para desarrollar, en la lucha misma, posiciones
cada vez más poderosas. Sin renuncias por banalidades.
Son de esa estirpe las convicciones y las
tesis contra la esclavitud en todas sus expresiones. Son producto de
esa dialéctica los valores humanistas clásicos (sin individualismos), el
respeto por la naturaleza y el respeto por la vida en lo concreto (sin
idealismos). Son de esa envergadura los principios éticos que defienden
la dignidad, el trabajo, la justicia social y el derecho a vivir sin
amos y sin miedos… (sin demagogias legalistas de coyuntura).
Intransigentes.
No se puede transigir ni
reconciliar ideas con los comerciantes de la muerte, con las industrias
bélicas; no se puede transigir con los manipuladores de conciencias ni
con los secuestradores de la educación pública y gratuita.
No podemos reconciliarnos con los
que usurpan tierras y usurpan mares ríos y lagos… por más saliva que
inviertan en justificarse.
No se puede transigir con los especuladores bancarios o financieros ni con la usura de las “tasas de interés”. No
hay conciliación posible con el hambre, con la insalubridad o con la
ignorancia. No se puede transigir con con los valores humanistas
comunitarios ni con las plusvalías. Y por más que leguleyos o
preceptores de la alienación quieran nuestra mansedumbre como “presa de
caza” para sus amos, alguna vez y en algún lugar hemos de
rescatar nuestro derecho y nuestra obligación de ser irreconciliables
con todo aquello que, mientras esclaviza o mata seres humanos, hace
grandes negocios. Educarnos, pues, para lo irreconciliable necesario.
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