por Ernesto Limia Díaz
Hace 70 años, en el Hôtel du Parc de
Mont-Pèlerin, Suiza, se reunieron 36 empresarios, economistas,
historiadores, filósofos y periodistas del más alto nivel, con el
objetivo de articular los esfuerzos académicos, económicos, políticos y
en materia de comunicación para imponer la doctrina neoliberal.
El austriaco Friedrich A. Hayek advirtió durante los intercambios que
la batalla por las ideas iba a ser determinante y demorarían en ganarla,
al menos, una generación. La cruzada no se limitaría al renovado
antagonismo entre capitalismo y socialismo; debían cargar también contra
los presupuestos de John Maynard Keynes que sustentaban el Estado de
bienestar en Europa Occidental y el New Deal (Nuevo Trato)
norteamericano —política desplegada por Franklin D. Roosevelt con fines
electorales, que pretendió transmitir la imagen de unos Estados Unidos
empeñados en la reforma de su administración interna y relaciones
internacionales para hacer frente a la Gran Depresión de 1929, que puso
en riesgo la supervivencia del sistema.
Tres lustros más tarde, otro asistente a
Mont-Pèlerin: Milton Friedman, con Capitalismo y libertad aportó el
manual necesitado por el neoliberalismo para su implementación,
sustentado en el más cínico darwinismo social:
Las libertades económicas que proporciona
el mercado incluyen la libertad de morirse de hambre, para usar una
frase muy querida por los enemigos del mercado. El mercado le garantiza
al individuo la libertad de aprovechar al máximo los recursos que están a
su disposición, siempre que no interfiera con la libertad de los demás
de hacer lo mismo. Pero no garantiza que tendrá los mismos recursos que
otro. Los recursos que pueda tener reflejan, en gran medida, los
accidentes de nacimiento, herencia y previa buena o mala fortuna. Y no
hay nada que pueda evitar que conduzcan a una gran disparidad en
riquezas e ingresos. Para muchas personas, estas disparidades son
moralmente repugnantes y plantean difíciles problemas éticos que no
pueden explorarse aquí (Friedman, 1966: 5-6).
La ley de la selva. No importaba en qué
rincón del planeta estuviese un país ni cuáles fueran sus condiciones de
desarrollo histórico, económico y social; Friedman sostuvo como hecho
irrefutable que la libertad solo podía alcanzarse en un capitalismo
“competitivo” de orientación neoliberal, e instó a los individuos a
asociar consumo y bienestar material con libertad: “…la libertad
económica es un fin en sí misma” (Friedman, 1966: 22).
Capitalismo y libertad constituye
un panegírico a la economía de mercado, con disfraz científico para
encubrir su esencia ideológica. Friedman alegó que la competencia era la
única fuerza capaz de generar el bienestar del consumidor y conminó al
individualismo sobre un presupuesto engañoso: las personas conocen sus
intereses mejor que un funcionario del gobierno o que cualquier otra
institución. Según afirmó, el libre mercado es el único
medio eficaz de organizar los recursos; abogó por desmontar toda
regulación que obstaculizara la acumulación de capital, sin importar los
costos sociales, e incitó a subastar cualquier activo público, en
primer lugar, los correspondientes a salud, educación y seguridad
social. Llamó a implementar recortes drásticos de los fondos para
programas sociales y a dejar los precios —incluida la contratación de la
mano de obra— a merced del mercado. En materia de comercio
internacional, exhortó a eliminar las barreras establecidas por los
Estados para proteger su industria y al empresariado local; en fin, la
Tierra a disposición del capital financiero y de las grandes
transnacionales.
Poco a poco la ideología neoliberal se
abrió paso. La puesta en práctica en Chile y su extensión al resto del
Cono Sur —de la mano de la Operación Cóndor que, supervisada por la CIA,
desapareció a decenas de miles de militantes de izquierda en toda el
área— le sirvieron de ensayo; mientras la llegada al poder de Margaret
Thatcher, en 1979, y de Ronald Reagan, en 1980, acabaron por sepultar la
idea del Estado de bienestar en Europa.
El desmoronamiento del campo socialista
puso fin a la confrontación Este-Oeste en los términos de la Guerra
Fría. A la distancia de casi 30 años puede concluirse que, más allá del
innegable impacto de la subversión ideológica y las políticas de
desestabilización promovidas por Estados Unidos y sus aliados de Europa
Occidental, el efecto dominó en el derrumbe de aquel socialismo que se
llamó a sí mismo “real” estuvo signado por la corrupción, la
burocratización del trabajo político y la falta de honestidad de cuadros
y funcionarios, gérmenes extendidos progresivamente a todos los
estratos sociales. El deterioro irreversible de la autoridad de los
partidos comunistas por su distanciamiento de las bases populares y su
sumisión, salvo en Yugoslavia, a los dictados del Kremlin —donde se
condicionó la solidaridad a los intereses geopolíticos de la URSS—,
anuló la esencia democrática del socialismo e impidió que sus pueblos
marcaran con una participación activa la construcción de sus destinos
nacionales. Con tan endebles cimientos, sostenidos no pocas veces con
los tanques y tropas soviéticas, la implantación de un “socialismo de
mercado” que se trazó como meta el consumo y desatendió a los sectores
más humildes de la población, le abrió las puertas de Europa del Este a
la ideología neoliberal.
Cinco años después de que Reagan
abandonara la Casa Blanca, William Clinton desmanteló el último despojo
de los mecanismos regulatorios financieros y dejó al planeta bajo
absoluto dominio de las grandes transnacionales. Ello acentuó los rasgos
predatorios de un capitalismo cuyas normas de rentabilidad imponen la
sobreexplotación de la mano de obra y los recursos naturales, y generó
una crisis de legitimidad a la democracia representativa. Entonces las grandes transnacionales se dieron a la tarea de perfeccionar los instrumentos de la dominación cultural. Entre
sus prioridades estuvieron la privatización de la enseñanza y los
programas exportados por universidades y academias de Estados Unidos,
mientras una campaña diseñada sobre la base del marketing, la
neurociencia y métodos de guerra psicológica intentaba someternos a la
creencia de que se habían acabado las alternativas, de que la
globalización neoliberal no tenía vuelta atrás y no quedaba más opción
que comulgar con su ideología.
Hollywood, las compañías
publicitarias, la prensa, los intelectuales orgánicos del imperialismo y
la izquierda arrepentida, aquella que durante tanto tiempo había
insistido en la supuesta necesidad de transitar por una “tercera vía” —y
cuyos herederos utilizan hoy el eufemístico término de «centrismo»— se
aliaron para enterrar el espíritu revolucionario. El progreso de las
comunicaciones les abrió una oportunidad, dado el formidable alcance en
tiempo real de los medios actuales sobre un consumidor cautivo.
En esta guerra de símbolos en la que el
conocimiento y la razón sacan la peor parte, en que la forma socava al
contenido y se legitima el divorcio entre la ética y el arte, y —lo que
tiene mayor connotación— entre la ética y el ejercicio de la política,
se nos presentan como paradigmas del sistema solo a quienes juegan
dentro de las reglas del mercado y sus pautas de socialización, marcadas
por el individualismo más desenfrenado. En la “sociedad del
espectáculo” todo vale; la doble moral y el hedonismo dominan la
conciencia. Y en nombre de un modelo de democracia política que
preconiza la ley de la jungla, se avasallan la democracia económica y la
social. Cada año se destinan más de quinientos mil millones de
dólares a la inversión publicitaria y otros quinientos mil millones
para guiones de cine y series de televisión. Tratan de
establecer una nueva subjetividad asociada a los valores del capitalismo
salvaje que intenta derribar los paradigmas de solidaridad y
convertirnos a todos en apéndices del mercado, en súbditos conscientes
de esa ideología, lo que ha implicado la concentración de esfuerzos
teóricos y financieros en estudiar la influencia y condicionamiento de
la conciencia humana por los medios de comunicación que establecen la
agenda global y fijan el marco alrededor del cual se conforma la opinión
pública hoy en todo el planeta.
De acuerdo con Ignacio Ramonet, a la publicidad moderna —eje esencial de la seudocultura neoliberal— más
que un producto lo que le interesa vender es una idea asociada a cómo
una persona puede aumentar su valor en términos profesionales y sociales
al consumir ese producto. Víctima de la plataforma de
restauración neoliberal en Argentina, el profesor universitario Ricardo
Foster apunta que “…una de las características del neoliberalismo es
generar una extraña fantasía a partir de la cual los sujetos sometidos
se creen dueños de sus decisiones, actores libres que se desplazan por
la realidad buscando satisfacer sus deseos infinitos […]” (Forster, 2016: 139).
Todas las ramas del saber —desde
la antropología hasta la neurociencia—, se han puesto en función de
generar adicción al consumo. En nombre de la libertad se
manipulan los prejuicios, anhelos y necesidades de las personas, al
tiempo que se fomentan el conformismo, el miedo, la resignación y los
instintos primarios de conservación. A su vez, se modifican el discurso y
los mecanismos de persuasión con códigos seductores que han confundido,
incluso, a buena parte de la izquierda tradicional. El propósito final es generar apatía ante los asuntos políticos e indiferencia por los graves problemas que afronta la humanidad
frente al peligro de un holocausto nuclear, las catástrofes climáticas y
el avance acelerado de la exclusión social de millones de habitantes en
la Tierra. En esta alienante lógica solo cuenta cómo obtener cada vez más dinero y cómo conseguir el máximo de beneficio individual.
Mucho tiene que ver en el logro de esta finalidad la fragmentación de la vida
cotidiana y el dominio del instante como garante de la desmemoria,
mientras se atiborra al receptor con un aluvión de noticias
irrelevantes, provenientes de las fuentes más diversas. En ese delirante
escenario barrer el liderazgo de la vanguardia intelectual revolucionaria
constituye una necesidad de primer orden; no puede haber nadie capaz de
marcar la pauta, nadie que contribuya a desarrollar un pensamiento
crítico y emancipador.
Esta maquinaria se sostiene sobre los
avances tecnológicos en materia de comunicaciones. El panorama mediático
ha cambiado, la televisión y la radio no han dejado de ser importantes y
preservan influencia —con mayor peso en las naciones en vías de
desarrollo—; pero en el escenario global la batalla principal se
está librando en las redes sociales de Internet. Sobre Facebook,
Twitter e Instagram se ha cerrado el cerco. Contrario a lo que pretenden
hacernos creer, los nexos entre las multinacionales que los controlan y
los círculos de poder político en Estados Unidos tienen una
articulación eficaz. Hoy estas empresas son las que más dinero mueven en
los lobbies del Congreso en Washington, por encima de General Electric,
los gigantes de la defensa Boeing y Lockheed Martin, o de la petrolera
ExxonMobil.
En materia de comunicación política, Cuba
perdió su carácter insular; la red de redes permite que hoy medios de
Estados Unidos y Europa se disputen sus audiencias, sin contar que en la
era de Internet y la telefonía móvil ya no existen secretos. Voltearle
la espalda a esta realidad constituye un peligroso error.
En su último libro: De la estupidez a la
locura. Crónicas para el futuro que nos espera, Umberto Eco dialoga con
la pregunta de un estudiante a su profesor, que algunos de nuestros
jóvenes pudieran hacerse: “Perdone —dijo el muchacho—, pero en la época
de Internet, ¿usted para qué me sirve?”. Eco respondió desde una lógica
que llama a la reflexión: “Lo que hace que una clase sea una buena
clase, no es que en ella se aprendan fechas y datos, sino que se
establezca un diálogo constante, una confrontación de opiniones, una
discusión sobre lo que se aprende en la escuela y lo que ocurre fuera de
ella” (Eco, 2016: 89-90).
Crecí alertado por una certeza: “El papel
aguanta lo que le pongan”. Hoy, para no pocos de nuestros navegantes en
Internet, la máxima carece de significado. Quizás no la conozcan. El
resultado es que se da crédito a lo que se lee, sin comprender que el
espíritu de los mentirosos del papiro reencarna en los corsarios
digitales. Se necesita conocimiento para no naufragar en el
ciberespacio. También se requiere de mucha lectura para no dejarnos
embaucar por audiovisuales que remedan la realidad o se encomiendan al
diablo, como ese documental perverso y manipulador que circula hace dos
años en el que se acusa a Fidel por la muerte de Camilo Cienfuegos, para
desprestigiar la imagen del gran símbolo revolucionario cubano.
Recientemente fue estrenado en Internet un sitio especializado en tergiversar nuestra historia. En paralelo, se intenta “convencernos” de que la Revolución es el pasado,
lo viejo, idea que cuenta con el entusiasta apoyo de algunos académicos
articulados a proyectos que desde su nacimiento han recibido en
Washington la más grata acogida por parte del Departamento de Estado y
de Diálogo Interamericano, institución que comparte ese tipo de
proyección ideológica. También se nos quiere persuadir de que ciertas
publicaciones digitales privadas que sirven a Goliat constituyen un
medio ciudadano, o de que la propiedad privada resulta el camino para
“empoderar” al pueblo.
Cuba es una isla, un archipiélago, y es también un símbolo de alcance universal. No podemos permitir que su llama se apague. Debemos ser capaces de descifrar el enigma de su vitalidad desde la acción concertada y el diálogo colectivo, incluyente. En esta época de la posverdad, en que las tecnologías de las comunicaciones absorben hasta la idiotez la atención de los públicos —tendencia a la que no estamos ajenos—, pensemos la nación desde la articulación del complejo entramado de las ideas y la experiencia de nuestra práctica social, con una actuación política acorde con los tiempos que corren. Y en la consecución de ese propósito, hagamos de cada rincón del país un campo de batalla, que es lo mismo que decir un espacio de debate.
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