por Kate Raworth
Elizabeth Magie, la poco conocida
inventora del juego de mesa Monopoly, se habría encerrado a sí misma en
la cárcel si hubiera vivido para ver la gran influencia que ha alcanzado
la actual versión tergiversada de su juego.
“Compren terreno, ya no lo fabrican”,
bromeó Mark Twain. Es una máxima que, sin duda, te resultaría útil en un
juego como el Monopoly, el juego de mesa más vendido que ha enseñado a
generaciones de niños a comprar propiedades, llenarlas de hoteles y
cobrar a los otros jugadores y compañeros alquileres por las nubes por
tener el privilegio de aterrizar accidentalmente en esas propiedades.

Magie, nacida en 1866, fue una rebelde
declarada contra las reglas y las políticas de su época. Con 40 años no
se había casado, era independiente y estaba orgullosa de serlo y expresó
su punto de vista mediante un anuncio publicitario. Compró un espacio
publicitario en un periódico y se ofreció como “esclava joven y
americana” en venta al mejor postor. Su objetivo, según dijo a los
sorprendidos lectores, era poner de relieve la posición subordinada de
las mujeres en la sociedad. “No somos máquinas —dijo—. Las chicas
tenemos cerebro, deseos, esperanzas y ambiciones”.
Además de enfrentarse a las políticas de
género, Magie decidió hacer frente al sistema capitalista de la
propiedad, pero esta vez lo hizo con un juego de mesa, en vez de a
través de un truco publicitario. Su inspiración vino de un libro que su
padre, el político antimonopolista James Magie, le había dado. En las
páginas del clásico de Henry George Progress and Poverty (Progreso
y pobreza), de 1879, encontró la convicción de que “el derecho
igualitario de todos los hombres a usar la tierra es tan obvio como el
derecho igualitario a respirar el aire; es un derecho proclamado por el
hecho de existir”.
Durante sus viajes por Estados Unidos en
los años setenta del siglo XIX, George fue testigo de la miseria
persistente que existía en medio de la riqueza creciente, y creyó que
era, en gran medida, la inequidad de la propiedad de la tierra la que
unía esas dos fuerzas (la pobreza y el progreso).
Así que, en lugar de seguir a Twain y
animar a los ciudadanos a comprar tierra, apeló al Estado para que la
gravara. ¿En qué se basaba? En que gran parte del valor de la tierra no
viene de lo que se construye sobre el terreno, sino de que la naturaleza
la haya provisto de agua o minerales bajo su superficie o del valor
creado colectivamente en su entorno: carreteras y vías férreas cercanas,
una economía próspera, un vecindario seguro, buenas escuelas y
hospitales. Y argumentó que los impuestos deberían invertirse en nombre
de todos.
Determinada a probar el mérito de la propuesta de George, Magie inventó y patentó en 1904 lo que denominó El juego de los propietarios. El
tablero estaba dispuesto formando un circuito (lo que en aquella época
era una novedad) y estaba poblado de calles y otros puntos de referencia
en venta. La innovación clave del juego, sin embargo, reside en los dos
conjuntos de reglas que escribió para jugar.
Bajo el conjunto de reglas llamado
“Prosperidad”, cada jugador ganaba cada vez que alguien adquiría una
propiedad nueva (reglas diseñadas para reflejar la idea de George de
gravar el valor de la tierra), y el juego terminaba (¡todos ganaban!)
cuando el jugador que había comenzado con la menor cantidad de dinero
conseguía doblarla. Bajo el conjunto de reglas llamado “Monopolista”, en
cambio, los jugadores avanzaban adquiriendo propiedades y cobrando
alquiler a todos aquellos que tenían la mala suerte de caer en sus
casillas, y quienquiera que consiguiera que el resto quebrara, se
convertía en el único ganador (¿te resulta conocido?).
El propósito de los dos conjuntos de
normas, según dijo Magie, era que los jugadores experimentaran “una
demostración práctica del sistema actual de acaparamiento de tierras,
con sus resultados y consecuencias habituales” y, por tanto, entender
cómo los diferentes enfoques ante la propiedad pueden conducir a
resultados sociales enormemente diferentes. “Se podría haber llamado El juego de la vida —comentó
Magie—, ya que contiene todos los elementos para el éxito y el fracaso
del mundo real, y el propósito es el mismo que parece que tiene, en
general, la raza humana, es decir, la acumulación de riqueza”.
El juego pronto se convirtió en un éxito
entre los intelectuales de izquierdas, en los campus universitarios,
incluidos Wharton School, Harvard y Columbia, y también entre las
comunidades de cuáqueros, algunas de las cuales modificaron las reglas y
rediseñaron el tablero con los nombres de las calles de Atlantic City.
Entre los jugadores de este adaptación cuáquera estaba un hombre
desempleado llamado Charles Darrow, que tiempo después vendió aquella
versión modificada a la empresa de juegos Parker Brothers como propia.
Cuando los verdaderos orígenes del juego
salieron a la luz, Parker Brothers compró la patente de Magie, pero
después relanzaron el juego de mesa simplemente como Monopoly y
proporcionaron al público ansioso un solo conjunto de reglas: aquellas
que celebraban el triunfo de un solo jugador sobre los demás.
Peor aún, la promocionaron asegurando que
el inventor del juego era Darrow, y dijeron que se lo había inventado
en los años 30, lo había vendido a Parker Brothers y se había hecho
millonario. Era una mentira del paso de la pobreza a la riqueza que,
irónicamente, ilustraba los valores implícitos en el Monopoly: tienes
que perseguir la riqueza y aplastar a tus oponentes si quieres llegar a
la cima.
Así que, la próxima vez que alguien te
invite a jugar al Monopoly, considera lo siguiente. Cuando pongas los
montones de las tarjetas de “Suerte” y de “Caja de comunidad”, pon un
tercer montón para un “Impuesto sobre el valor de la tierra” con el que
todos los propietarios tienen que contribuir cada vez que cobren
alquiler a otro jugador. ¿Cuánto debería ser ese impuesto? ¿Cómo
deberían distribuirse los impuestos recibidos? Esas cuestiones, sin
duda, provocarán un debate intenso ante el tablero del Monopoly, pero
eso es exactamente lo que Magie hubiera querido.
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