Por: Ruth Ferrero-Turrión
En un momento de cambio de ciclo político en las instituciones de la UE,
se hace imprescindible decidir cómo continuar construyendo y sobre qué
valores
Cuando el 23 de agosto de 2016 la Unión
Europea firmó con Libia un Memorándum de Entendimiento a través del cual
se comprometía a formar a los guardacostas libios para impedir las
salidas de cientos de miles de personas hacia Europa, se firmaba también
la renuncia a varios de los valores sobre los que se sustenta el
proyecto europeo. La defensa de los derechos humanos es, sin duda, el
que los abarca a todos.
Junto con esa renuncia a sus valores fundacionales, la UE continuaba
la senda de la externalización fronteriza ya en marcha en lugares como
Marruecos o, más recientemente, Turquía. El reconocimiento de países
como Estados seguros los convierte de manera automática en parte de la
arquitectura de seguridad sobre la que se lleva construyendo la política
migratoria europea desde 1999. La Unión Europea sólo permite la
repatriación de personas que hayan entrado de manera irregular en su
territorio hacia aquellos países considerados seguros. Es decir,
aquellos donde las personas no vean amenazados sus derechos
fundamentales, el derecho a la vida incluido.
Hablar de Libia como Estado seguro parece que es incurrir en una doble falacia. En primer lugar, deberíamos preguntarnos si Libia es realmente un Estado.
El Fund for Peace determina cuáles serían las
características de dichos Estados que incluirían la pérdida del control
del territorio y, por tanto, el monopolio de la fuerza en términos
weberianos; la erosión de la autoridad legítima en el proceso de toma de
decisiones; incapacidad de proveer de servicios básicos a los
ciudadanos así como para interactuar con otros Estados. En segundo
lugar, si seguimos al pie de la letra lo establecido por los Convenios
de Ginebra y el Derecho Comunitario aplicable, un país sólo será seguro
si consta de un régimen democrático donde no tienen lugar persecuciones,
torturas o trato degradante o punitivo, amenaza de violencia y dónde no
hay un conflicto armado.
Veamos si la calificación y tratamiento de Libia como Estado seguro
tiene alguna razón de ser. Parece que desde la caída del régimen
dictatorial de Gadafi allá por el año 2011, el proceso de desintegración
del territorio se ha ido acentuando. Tres facciones disputan el poder y
controlan, a su vez, distintas partes del país. Por tanto, no existe un
gobierno estable que sea capaz de cumplir con los criterios señalados
de control del territorio, toma de decisiones, provisión de servicios y,
muy importante, interlocución con otros actores internacionales. Sin
embargo, la UE negocia con una de las facciones enfrentadas, el Consejo
Nacional de Transición, y es al único que reconoce, aún sin cumplir con
ninguno de los puntos consignados. Por tanto, a pesar de tratarse a
todas luces de un estado fallido, se continúa interlocutando con él.
En cuanto a la seguridad del país, debemos creer los datos
proporcionados por la propia UE que, en 2018, ya hablaba de más de 1,3
millones de personas en situación de vulnerabilidad, o de los informes
de la Organización Mundial de Migraciones donde, allá por el año 2017,
se alertaba sobre la venta de refugiados y migrantes como esclavos en
territorio libio, con precios que oscilaban entre los 200 y los 500
euros por persona. No parece que aquí tampoco se cumplan los criterios
para que ninguno de los Estados miembros de la UE pueda considerar Libia
como un país seguro. Si esto era así antes del recrudecimiento del
conflicto hace pocos meses, es importante conocer los motivos por los
que los Estados europeos continúan con la misma actitud hacia Libia.
Las personas migrantes y refugiadas se encuentran atrapadas entre varios fuegos, o mueren en los escarceos militares, o son vendidos como esclavos o se hipotecan de por vida con los traficantes de personas
Para poder intentar comprender la posición política de los gobiernos
europeos es imprescindible conocer la importancia que la estabilidad de
Libia tiene para sus vecinos mediterráneos. En primer lugar, es uno de
los principales países de tránsito de la migración procedente de los
países del Sahel. Por tanto, la estabilidad y la interlocución con sus
autoridades son esenciales para poder frenar el flujo constante de
personas. En estos momentos es crucial para los países europeos del sur
hacer ver cómo sus esfuerzos para construir con buen término la Europa
fortaleza se tornan realidad. En segundo lugar, Libia tiene una gran
riqueza energética codiciada por los países europeos y por la que se
mantenían acuerdos comerciales y políticos con dictadores como Gadafi.
No parecen estos argumentos de peso para justificar la manera en la
que se está actuando en relación con Libia. La intensificación del
conflicto, el incremento de los bombardeos sobre la población no hace
sino agravar la situación de aquellos que ya se encontraban en
emergencia humanitaria. Las personas migrantes y refugiadas se
encuentran atrapadas entre varios fuegos, o mueren en los escarceos
militares, o son vendidos como esclavos o se hipotecan de por vida con
los traficantes de personas, que continúan incrementando su negocio ante
la impasividad de Europa, el oasis de los derechos humanos.
En un momento de cambio de ciclo político en las instituciones de la
UE, se hace imprescindible decidir cómo continuar construyendo y sobre
qué valores. Combatiendo a la economía política de los traficantes de
personas, abriendo vías legales de acceso a las personas migrantes,
concediendo visados humanitarios en origen o reforzando las fronteras
exteriores y externalizando el control donde la jurisdicción europea no
alcance, obviando las vulneraciones de derechos. Demasiado poco se ha
hablado de este tema a lo largo de toda la campaña. Libia es el
paradigma de la Europa que tenemos.
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