Por Greg Grandin
El golpe de Estado de Trump en Venezuela revela que la política exterior es un ámbito de acción política mucho más volátil, un escenario más primario de la identidad nacional y la imaginación colectiva que la política interior
El golpe de Estado de Trump en Venezuela revela que la política exterior es un ámbito de acción política mucho más volátil, un escenario más primario de la identidad nacional y la imaginación colectiva que la política interior
Sus asesores militares y civiles, así como líderes extranjeros,
rechazaron la propuesta enérgicamente. De este modo, según la NBC,
delegó la política de Venezuela en el senador de Florida Marco Rubio, el
cual, junto con el consejero de seguridad nacional John Bolton y el
secretario de Estado Mike Pompeo, empezó a coordinarse con la oposición
venezolana. El martes, el vicepresidente Mike Pence hizo un llamamiento a
los venezolanos para que se sublevaran y derrocaran al presidente del
país, Nicolás Maduro. El miércoles, el jefe de la Asamblea Nacional
controlada por la oposición, el hasta ahora desconocido Juan Guaidó, de
35 años (y cuyo padrino político es, según The Washington Post,
el líder de la extrema derecha encarcelado Leopoldo López), se
autoproclamó presidente. Guaidó rápidamente fue reconocido por
Washington, después por Canadá; por una serie de poderosos países
latinoamericanos, entre los que se incluyen Brasil, Argentina y
Colombia; y por el Reino Unido.
Trump tiene un sentido vacilante de la historia, pero su instinto para ver a Venezuela a través del prisma de Panamá es
de lo más atinado. De forma similar a Panamá en su momento, Venezuela
es hoy una nación que sufre una larga y al parecer insuperable crisis, y
está gobernada por un régimen cuestionado por una oposición unida (o
suficientemente unida), que Washington puede utilizar para justificar su
intervención y después instalarse en el poder una vez se haya
completado la intervención.
Y Trump, cuando mira a Venezuela, no está haciendo más que lo que
hicieron George H.W. Bush o Ronald Reagan antes que él: utilizar una
guerra puntual en el “patio trasero” de Washington para reorganizar la
política interior e internacional. Durante mucho tiempo, Latinoamérica y
el Caribe han sido el laboratorio de Washington, un lugar especialmente
útil en el que poder reagrupar incipientes coaliciones políticas
después de épocas de crisis global, y en el que no solo pueden ensayar
estrategias militares y de desestabilización, sino también aguzar su
visión del mundo y elaborar justificaciones morales para la
intervención.
La invasión de Granada que consumó Reagan en 1983 recibió los elogios
de muchos demócratas, que no solo celebraron la superación del trauma
de la Guerra de Vietnam, sino también el síndrome de la crisis de
rehenes iraní. Un columnista, previendo la actual conversión de la
política en un espectáculo de telerrealidad, comentó que la invasión
proporcionó a “la televisión estadounidense” una de sus “mejores
semanas”. El presidente demócrata de la Cámara de Representantes, Tip
O’Neill, calificó la invasión de “justificada”, al igual que otro
demócrata muy crítico con Reagan, Thomas Foley. “Con la invasión de
Granada se descargaron años de frustración”, afirmó Robert Torricelli,
portavoz demócrata de Nueva Jersey. La invasión posterior de Panamá por
parte de Bush proporcionó a la televisión una semana aún mejor, y
recibió el mismo tipo de elogios nacionales. Ambas invasiones,
especialmente la de Panamá, ayudó a erosionar el principio de
no-intervención —la base del orden diplomático del New Deal—
y a restablecer en el derecho internacional el principio de que Estados
Unidos tiene el derecho de declarar la guerra a países soberanos no
solo en nombre de la seguridad nacional, sino también con un propósito
moral mayor, como la protección de vidas o la defensa de los derechos
humanos.
Parece obvio que Trump, que también preside una nación que sufre una
crisis al parecer insuperable y es cuestionado por una oposición unida
(o suficientemente unida), está desesperado por encontrar algo que le
saque del estancamiento. Un rápido vistazo general revela,
sorprendentemente, pocas posibilidades. Irán es demasiado arriesgado,
por el momento, y sus predecesores han exprimido lo queda de Oriente
Medio y el Golfo Pérsico. Venezuela es tentadora.
Estamos contemplando, de algún modo, el mismo tipo de conjunción que
presenciamos en el proceso de preparación de Panamá e Iraq. “En el caso
de Venezuela, ¿dónde están los liberales?”, se quejaba el titular de una
columna de Bret Stephens publicada en el New York Times el año
pasado. Están contigo, Bret, están contigo. El portavoz Eliot Engel,
que ahora preside el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de
Representantes, apoya la postura de Donald
Trump en Venezuela, promete promulgar leyes que lo respalden y recibe
el apoyo de Donna Shalala, portavoz demócrata por Florida. Nancy Pelosi,
presidenta de la Cámara, tuiteó: “América apoya al pueblo de #Venezuela que
se alza contra el gobierno autoritario y exige respeto por los derechos
humanos y la democracia”. En Florida, Andrew Gillum, que perdió por
escaso margen la reñida carrera a gobernador frente a un trumpista de
derechas (que llegó a ser acusado de comunista en dicha campaña y que
Trump vinculó con Maduro), también envió un tuit en apoyo a la política
de Trump respecto a Venezuela. La Radio Pública Nacional (NPR) se
deshizo en alabanzas. “Es la decisión correcta. Gracias, señor
Presidente”, tuiteó Jeb Bush.
A su vez, la mayor parte de la creciente facción socialdemócrata del
Partido Demócrata ha sido lenta en responder. Ro Khanna, representante
por California, fue quizás el primero de la izquierda parlamentaria que
criticó la apuesta por el cambio de régimen, y lo hizo con contundencia,
al igual que hiciera posteriormente el candidato a la presidencia y
portavoz de Hawái, Tulsi Gabbard. Bernie Sanders se precipitó en su
respuesta al aceptar el argumento de Trump para la intervención
afirmando que la presidencia de Maduro era ilegítima, antes de señalar
que Estados Unidos “tiene una larga historia de intervenciones fuera de
lugar en países latinoamericanos; no debemos seguir por ese camino otra
vez”. La respuesta de Alexandria Ocasio-Cortez también ha sido
silenciada.
La portavoz de Minnesota, Ilhan Omar, ofreció la declaración más
contundente: “No podemos elegir a dedo líderes de otros países en nombre
de los intereses corporativos multinacionales”, afirmó. “Si
verdaderamente queremos apoyar al pueblo de Venezuela, podemos levantar
las sanciones económicas que están infligiendo sufrimiento a familias
inocentes dificultándoles el acceso a la comida y medicinas y
agravándoles la crisis económica”. Dichas sanciones fueron respaldadas
por una parte considerable del Partido Demócrata.
Maduro, exvicepresidente del difunto Hugo Chávez que ganó unas
reñidas elecciones presidenciales en 2013 y después obtuvo una
controvertida reelección en 2018, podría caer. La coordinación
—detallada aquí, en The Wall Street Journal—
entre la oposición y la Casa Blanca es impresionante, como lo es la
habilidad de Washington para aunar el respaldo internacional. En eso
difiere de 1989, cuando todos los países de la Organización de
los Estados Americanos, incluido el Chile pinochetista, se opusieron a
la invasión de Bush. O de 1983, cuando, ante la oposición de la OEA, la
administración de Reagan tuvo que hacer valer las obligaciones
contraídas en virtud de tratados con la microscópica Organización de los
Estados del Caribe Oriental para justificar su ataque a Granada. En
Venezuela, a diferencia de anteriores protestas por parte de la
oposición, los pobres de los barrios históricamente chavistas parecen
unirse a los llamamientos para derrocar a Maduro (Rebecca Hanson y Tim
Gill, han publicado en NACLA, aquí, una buena encuesta sobre la situación actual).
Sin embargo, el ejército de Venezuela, con un mínimo de 235.000
soldados respaldados por al menos un millón y medio de miembros de las
milicias progubernamentales, por ahora apoya a Maduro. Las
contramanifestaciones en defensa del gobierno parecen más pequeñas de lo
habitual, pero siguen incluyendo una cantidad significativa de
personas. Han asesinado a más de una docena de personas, pero el
principal eje de confrontación se está trasladando rápidamente de las
calles a la arena diplomática. Según The Guardian, “EE.UU.
inicialmente ignoró la orden del gobierno de Maduro de expulsar al
personal de la embajada, pero a última hora del jueves, el departamento
de Estado anunció que estaba retirando ‘los empleados del gobierno de
EE.UU que no fueran de emergencia’”.
Es un golpe en el que compiten dos realidades simultáneas. Por un
lado, hay un presidente sentado en el palacio presidencial, que sigue al
mando de la mayor parte de los resortes del gobierno, incluido el
ejército y la policía, cuya legitimidad es reconocida por, entre otro
países, China, Rusia y México. Por otro lado, hay un presidente
alternativo que según dicen está atrincherado en la embajada de Colombia
que promete amnistías y promulga decretos virtuales y que cuya
autoridad respeta quizá la mitad de la población y quizá una docena de
naciones encabezadas por Brasil, Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá.
Pero no la Unión Europea. “Todas las opciones están encima de la mesa”,
dice Trump, mientras amenaza con una respuesta militar. Sin embargo,
está aflorando la impresión de que, si el ejército venezolano se
mantiene firme, Trump podría haber perdido su apuesta. Brasil, gobernado
ahora por Jair Bolsonaro, un homófobo que celebra el genocidio y
amenaza con la violación, ha dicho que no participará en una
intervención militar. “No creo que la administración [de Trump] haya
pensado en todas las consecuencias de pasar a la acción tan rápidamente
como lo hizo en reconocer a Guaidó”, dijo Roberta
Jacobson, que trabajó como subsecretaria de estado en Latinoamérica (un
puesto actualmente vacante) para Barack Obama y, durante un tiempo,
para Trump.
Pase lo que pase, está claro que la facción izquierdista del Partido
Demócrata tiene que agudizar su mensaje de respuesta a la crisis, hallar
el modo de utilizar estas ocasiones para presentar una visión
convincente que contrarreste al establecimiento de una política exterior
bipartidista. No hace mucho, en las páginas de los periódicos y
revistas apareció una serie de artículos que se preguntaban cómo sería
una política exterior de izquierdas. “¿Dónde está la política exterior
de izquierdas?”, preguntaba el titular de un artículo de Sarah Jones el año pasado en The New Republic. A
raíz de la quiebra financiera de 2008, surgió una joven generación de
analistas políticos que ofrecían medidas específicas, prácticas y
factibles encaminadas a lograr, por ejemplo, un Medicare for All
(asistencia médica universal) o a implementar una estructura impositiva
progresiva y una Renta Básica Universal. Pero, tal y como Jones y otros
señalaban, la política exterior pasaba casi inadvertida.
Algunos trataron de rellenar el vacío. Ofrecieron bien propuestas
específicas sobre cuestiones controvertidas como el conflicto entre
Israel y Palestina, la guerra saudí en Yemen, China, el comercio y
Rusia, o presentaron “principios” amplios entre los que cabe destacar
—como escribió Daniel Bessner, un estudioso de política exterior
estadounidense en The New York Times—“responsabilidad”
“antimilitarismo”, “deflación de amenazas” y un “internacionalismo”
socialdemócrata. Si Ocasio-Cortez estuviera algún día en el Comité de
Relaciones Exteriores de la Cámara de Representantes, podrían apoyarla
en su intento de forjar una política exterior de izquierdas. A esto hay
que sumarle que las propuestas y principios que ofrecen los asesores de
política exterior socialdemócratas son buenos y decentes.
Sin embargo, el golpe de Estado de Trump en Venezuela revela que la
política exterior es un ámbito de acción política mucho más volátil, un
escenario más primario de la identidad nacional y la imaginación
colectiva que la política interior. Al menos desde los primeros años de
la presidencia de Barack Obama, el Partido Republicano ha estado
utilizando a Venezuela para aferrarse a su mensaje, fusionando un
racismo implícito y una defensa explícita de los derechos individuales y
la libertad capitalista. El golpe de Estado de 2009 en Honduras le dio a
la derecha una oportunidad de utilizar los reparos iniciales de Obama
frente al golpe para apuntalar un relato que equiparaba a Obama tanto
con Hugo Chávez como con Fidel Castro, un relato que Trump ha
aprovechado eficazmente. “Quieren convertirnos en Venezuela”,
ha dicho recientemente. A medida que los derechos sociales —la atención
médica, la educación, una vida decente— ganan popularidad, la derecha ha
perfeccionado su respuesta “pero en Venezuela”. Al hacerlo transmite
una visión del mundo general bastante coherente. Ocasio-Cortez, dicen
los republicanos, está “empecinada” a convertir a los estadounidenses en
“socialistas venezolanos” (a pesar de que, recientemente, Chris Cuomo
ofreció la respuesta más ingeniosa y sorprendentemente efectiva de
todas).
Que la respuesta de Sanders y Ocasio-Cortez al golpe de Estado de
Trump ha sido débil es comprensible. El gobierno de Maduro es difícil de
defender, excepto de un modo abstracto —basado en el principio de
soberanía y no intervención— y una abstracción es un ámbito complejo
para mostrar una visión política creíble. Hay una tensión profunda e
insuperable entre el ideal de la autodeterminación nacional y el ideal
de que la dignidad humana no se debería sacrificar por la
autodeterminación nacional. Y los demócratas de izquierdas quieren que
el debate político se centre en las medidas políticas nacionales: unos
impuestos más sensatos, un Medicare for All (asistencia médica
universal) y un Green New Deal (pacto medioambiental) son, en el
contexto de la horrible política nacional de EE.UU., mucho que asumir.
Sin embargo, una coalición política no puede dominar el debate de la
política nacional a menos que también domine el debate de la política
exterior. Mi ejemplo favorito de esto es cuando Michael Dukakis,
candidato demócrata a la presidencia en 1988, intentó sacar partido del
escándalo Irán-Contra. No pudo. Tras sacar el tema en uno de sus debates
con George H.W. Bush, este le respondió como si estuviera espantando
una mosca: “Asumiré toda la culpa” del escándalo Irán-Contra, dijo Bush:
“si me concedes la mitad del crédito por todo lo bueno que ha ocurrido
en el mundo desde que Ronald Reagan y yo nos hicimos cargo de la
administración de Carter”. Dukakis no volvió a sacar el tema.
El terreno político ha cambiado, y Trump, pase lo que pase en
Venezuela, no podrá utilizar la política exterior para tal efecto. Sin
embargo, si la facción socialdemócrata del Partido Demócrata no solo
quiere reaccionar ante un programa existente, sino establecer un nuevo
programa, debe ser consciente de hasta qué punto la política exterior es
el lugar en el que, en términos gramscianos, se establece la hegemonía,
y no en otras naciones, sino dentro de esta nación; el lugar donde se
resuelven las ideas normativas respecto al mejor modo de organizar la
sociedad; el lugar donde las contradicciones —entre ideas, intereses,
grupos sociales— se reconcilian. Dicha reconciliación no tiene lugar a
través de una lista rutinaria de políticas pragmáticas, sino
aprovechando la superioridad ideológica.
Tal y como demuestran los acontecimientos que se están desarrollando
en Venezuela, esa superioridad está en juego, aunque Ilhan Omar nos
proporcione el camino para alcanzarla.
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