Una crónica publicada por Orlando Avendaño en el reaccionario
PanamPost afirma que la figura de “presidencia interina” de Juan Guaidó
surgió en una reunión en la sede de la Organización de Estados
Americanos (OEA). Según Avendaño, en ese encuentro del 14 de diciembre,
el secretario general, Luis Almagro, junto a Julio Borges, Leopoldo
López, María Corina Machado y Antonio Ledezma, definieron que la última
gran jugada de la oposición sería impulsar un “gobierno de transición”.
Estados Unidos la avaló y unos días después, el vicepresidente Mike
Pence se comunicó con Guaidó antes de su “autoproclamación” para
reiterarle el apoyo de la Casa Blanca, según una crónica de The Wall
Street Journal firmado por Juan Forero y David Luhnow. El 18 de febrero,
casi un mes de la puesta en escena de Guaidó, estos dos
cronistas citaron a un ex alto funcionario estadounidense: “Las personas
que diseñaron este plan en Caracas y lo vendieron aquí (en Washington),
lo vendieron con la promesa de que si Guaidó hiciera un movimiento y
(los países de América del Sur) y Estados Unidos entraran por detrás,
los militares darían la vuelta y Maduro se iría”.
Eso no sucedió, como es sabido, el 23 de febrero en el intento de
ingreso de “ayuda humanitaria”, dirigido en primera fila por el enviado
a Venezuela por el Departamento de Estado, Elliott Abrams, el jefe de
la Agencia para el Desarrollo Internacional para el Departamento de
Estado, Mark Green, el secretario general de la OEA, Luis Almagro, el
presidente de Colombia, Iván Duque, y sus pares de Paraguay y Chile,
Mario Abdo Benítez y Sebastián Piñera. Ya el lunes 25, el vicepresidente
Mike Pence retó supuestamente a Guaidó por no haber conseguido que la
mitad de los militares venezolanos se dieran vuelta, como había
prometido, según una publicación del medio La Política Online.
¿QUIÉN ESTÁ DETRÁS DE GUAIDÓ?
Dan Cohen y Max Blumenthal escribieron hace un tiempo que “Guaidó era
un producto de los laboratorios del cambio de régimen de Estados
Unidos”. Formado por instituciones como la Fundación Nacional Para la
Democracia, junto a organizaciones satélites como Otpor de Serbia, la
utopía política de la generación de Guaidó, inculcada por éstos, fue
siempre el golpe suave, o revolución de color, la salida violenta del
chavismo del poder.
Es decir: Guaidó en esencia es un fusible del partido Voluntad
Popular, quizás el más financiado y más relacionado con el Departamento
de Estado y la fauna política-mafiosa de la Florida, representada hoy
por el senador Marco Rubio. Quien a través de Mauricio Claver-Carone y
Carlos Trujillo controla el puesto para América Latina del Consejo de
Seguridad Nacional, y la representación diplomática de Estados Unidos en
la OEA. Ambos son conocidos por haber sido asesores y personas cercanas
a Rubio durante sus últimas campañas electorales, financiadas por los
industriales Koch, afectados con la estatización de empresa FertiNitro
en Venezuela, y un cúmulo de empresarios relacionados a Cuba y Venezuela
con sede en Miami.
Paradójicamente, el 30 de agosto pasado, mucho antes de que comenzara
la aventura de Guaidó, Marco Rubio declaró luego de una reunión en la
Casa Blanca: “Las Fuerzas Armadas de Estados Unidos se utilizan en caso
de una amenaza a la seguridad nacional. Hay un argumento muy fuerte para
decir que Venezuela se ha convertido en una amenaza para Estados
Unidos”. En aquellos días de agosto, la campaña de sobreexposición de la
migración venezolana, agravada con las sanciones, coincidía con las
afirmaciones del secretario general de la OEA, Luis Almagro, sobre que
el caso venezolano tipificaba específicamente bajo la doctrina de
Responsabilidad de Proteger (R2P), utilizada en Libia como figura
diplomática ad hoc para intervenir. El titular de El Universal fue:
“Almagro insta a la comunidad internacional a evitar que Venezuela sea
otra Ruanda”.
Ese mismo mes de agosto, el presidente Maduro dio una conferencia de
prensa, posterior al intento de asesinarlo con unos drones,
donde reveló que Estados Unidos, junto a otros países, trabajaban en
apoyar al ex militar Oswaldo García Palomo para que volviera a intentar
un golpe de Estado luego de haber fallado con la Operación Constitución
antes de las elecciones presidenciales de mayo, y el experimento de
célula armada liderada por Óscar Pérez.
En diciembre, muy cerca de la reunión en la OEA que fraguó a Guaidó,
el presidente Maduro volvió a dar una conferencia de prensa en la que
denunció que Estados Unidos se preparaba para apoyar un “gobierno
paralelo”, un nuevo intento de golpe de García Palomo, y, si todo eso
salía mal, una intervención respaldada por más de 700 mercenarios
formados en Colombia y equipos de Fuerzas Especiales de Estados Unidos,
entrenados en la base Eglin de la Fuerza Aérea ubicada, paradójicamente,
en el estado de la Florida.
El final de la historia es largamente conocido: Guaidó se
autoproclamó en una plaza de Chacao, con esa excusa Estados Unidos
ordenó un embargo petrolero a Venezuela, García Palomo fue detenido
momentos antes de que realizara su última intentona golpista, y
Washington un mes después respaldó una operación militar desde Colombia,
bajo la cubierta de una desinteresada “ayuda humanitaria”.
GUAIDÓ, EL FUSIBLE QUE SE DESGASTA
La Casa Blanca diseñó a Guaidó como una operación de código abierto,
que pudiera unir a muchos grupos dispersos bajo un solo objetivo en
común: sacar a Maduro. Como en 2014 y 2017, fue La Salida, luego la
guarimba violenta, la aparición de Óscar Pérez y el sobreexpuesto
“éxodo” migratorio, entre muchas otras operaciones del mismo tipo.
Guaidó, al igual que todas aquellas, es solo funcional mientras permita
ser la cubierta narrativa del cúmulo de agresiones y acciones contra la
República Bolivariana.
El empeño de Washington por acumular sanciones, embargos, amenazas y
ofensivas diplomáticas es por demás demostrativo sobre cómo es utilizado
para acelerar una ruta que se les ha empantanado. Sobre todo en la
arena regional e internacional, donde la tesis de una intervención no ha
sido bien recibida al punto tal de que uno de los creadores de la
operación, John Bolton, se ha visto obligado a decir que necesitan una
“coalición lo más amplia posible para sacar a Maduro y su régimen
corrupto”.
La operación Guaidó necesita encarrilarse, como la ruta del plan de
Bolton, porque más allá de la epopeya mediatizada y estandarizada por
redes sociales: la cantidad de recursos de poder puestos contra
Venezuela, no ha conseguido los objetivos necesarios, sino que han
cohesionado al chavismo alrededor de Maduro. En ese pantano, poner preso
a Guaidó hubiese vuelto creíble la historia que Bolton le quiere vender
al mundo para armar una coalición contra Maduro. Pero no ha sucedido, y
con ello, lo que se alimenta es el discurso chavista, y el miedo y asco
que produce una descarada intervención foránea liderada por Trump. Las
últimas reuniones del Grupo de Lima y el Consejo de Seguridad de la ONU
lo demuestran.
Porque en el sentido de “que el Imperio actúa creando
su propia realidad para hacerlo”, parafraseando a un alto funcionario de
Ronald Reagan, la historia sobre el conflicto venezolano se les ha ido
de las manos. Por eso, para avivar la amenaza socialista, agitada por
Trump de cara a las presidenciales de 2020, la ruta de agresión a
Venezuela tiene que encontrar un cauce que Guaidó no le ha dado. Lo que
lo hace útil siempre y cuando pueda explicar la aparición, o no, de la
fase siguiente, que posiblemente sea el renovado intento de crear un
Estado Islámico venezolano, en caso de no lograr la salida del gobierno
por cualquier otro tipo de vía.
En este contexto, de gestores locales que no pueden cumplir órdenes
globales, la importancia de Guaidó se reduce solo a lo que puedan hacer
con él.
Fuente: Misión Verdad
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