viernes, 13 de septiembre de 2019

Estados Unidos: ¿un país sin izquierda?

El sistema electoral estadounidense penaliza a los partidos pequeños y más progresistas. Varios candidatos demócratas abogan por eliminar el modelo de elección indirecta




El 3 de noviembre de 2020 se celebrarán las próximas elecciones presidenciales en Estados Unidos. Hace dos (largos) años y medio que Donald Trump tomó posesión como presidente y ya se ha iniciado el proceso de primarias de los grandes partidos.


Los Demócratas elegirán a su candidato entre el 13 y el 16 de julio de 2020 en una Convención Nacional a la que asistirán más de 3.700 delegados, defensores de uno u otro candidato, elegidos durante los primeros meses del año por caucus o primarias según el sistema que corresponda en cada estado.

Hasta ahora, el evento fundamental ha sido el primer debate electoral de las primarias demócratas. Tuvo lugar en dos noches consecutivas a finales de junio y participaron un total de veinte candidatos, aquellos que cumplieron con los criterios establecidos por el partido (obtener al menos un 1% de intención de voto en tres encuestas, o bien conseguir al menos 65.000 donantes individuales y doscientos por estado en un mínimo de veinte estados).

Ya hay cuatro favoritos claros: Bernie Sanders, 77 años, que quedó segundo en 2016 contra Hillary Clinton; Joe Biden, 76 años, antiguo vicepresidente de Obama, que ya fue candidato en las primarias de 1988 y 2008; Kamala Harris, 54 años, antigua fiscal general de California; y Elizabeth Warren, 70 años, que era profesora de Harvard.

Este primer debate mostró la diversidad de ideologías dentro del mismo partido y las diferencias entre los demócratas estadounidenses, especialmente sus ramas más moderadas, y la socialdemocracia europea.
Estados Unidos es un país que crean, en gran parte, personas que huyen de la represión religiosa de Europa y desde sus inicios ve en la libertad individual el fundamento de su justificación ideológica
Bernie Sanders, el único candidato que forma parte de los Socialistas Demócratas de América, como Alexandria Ocasio-Cortez, tuvo que contestar a las acusaciones de un sector del partido que considera peligroso no negar claramente el término “socialista”, llegando a afirmar que puede llevar a la reelección de Trump. Considerado el más progresista –aunque ahora Elizabeth Warren compite con él por este espacio–, algunas de sus propuestas estrella fueron eliminar los seguros médicos privados y garantizar la cobertura universal del sistema público, o la universidad gratuita y la condonación de las deudas por estudios superiores. 

Son cuestiones que quizás tampoco serían hegemónicas en la socialdemocracia europea, pero con un 9% de la población sin ningún seguro médico, ni público ni privado –hasta un 16% en el caso de los hispanos–, y 45 millones de estadounidenses con deudas por sus estudios universitarios que ascienden a 1,5 billones de dólares, no parecen medidas que justifiquen el renombre extremista del senador. 

Se escucharon, por otro lado, propuestas de desacomplejada defensa de los intereses de las compañías médicas privadas y numerosas reivindicaciones de rebajas de impuestos a las clases medias. Asimismo, las referencias a experiencias personales de superación han sido un recurso habitual, en la línea del individualista sueño americano.

El candidato favorito en todas las encuestas, Joe Biden, titubeó sobre si la entrada ilegal al país debía ser o no un delito grave. Respecto a las deudas de los estudiantes se limitó a proponer una moratoria en el pago mientras no se tuviera una remuneración suficiente y terminó su minuto de oro con una bendición a los espectadores. 

El eje izquierda/derecha

Todos tendemos a analizar la realidad desde las categorías que nos son familiares, que tenemos interiorizadas y, hasta cierto punto, aunque sea inconscientemente, las asumimos como naturales. En este sentido, los europeos tendemos a conceptualizar el sistema de partidos y los ejes ideológicos en términos izquierda-derecha, un clivaje que no necesariamente existe como tal en otros países o que al menos no es el más definitorio y se entrecruza con cuestiones más relevantes. Acostumbramos a asimilar este eje a otras diferenciaciones partidistas o ideológicas que, aunque parecidas, no se fundamentan en las mismas ideas y caemos así en un uso laxo de los conceptos.

En Sudamérica existe una diferenciación fruto de la imposición de la elite colonial que tiene también una vertiente étnica (las grandes manifestaciones a favor y en contra del impeachment en Brasil no eran del mismo color, hablando con toda literalidad). Un ejemplo de estos marcos ideológicos que no responden claramente a la dicotomía izquierda-derecha es el movimiento nacional-popular que fue hegemónico en gran parte de Sudamérica durante la primera década del siglo XXI. La icónica cumbre de las Américas de 2005 en Mar del Plata donde Lula, Chávez, y Kirchner lideraron la derrota del proyecto de zona de libre comercio panamericana del ALCA, no representó tanto una victoria de la izquierda sobre el neoliberalismo sino, sobre todo, la priorización de unos proyectos de crecimiento interno y regional con un fuerte apoyo popular, frente a la imposición de la política comercial estadounidense, en países marcados históricamente por la subyugación a intereses extranjeros.

Estados Unidos tampoco encaja en la diferenciación ideológica clásica de Europa –y probablemente no es casualidad que sigamos hablando del continente americano, donde, con todas sus diferencias, existe la similitud de que los procesos revolucionarios de independencia se inspiran en las revoluciones liberales europeas, pero anteponiendo la reivindicación de independencia al eje revolucionario-reaccionario que marcará los inicios en Europa del sistema de partidos actual. Puede parecer que vamos muy lejos, pero como es sabido la acepción contemporánea del término “izquierda” viene del espacio donde se situaban los revolucionarios más radicales en la Asamblea surgida de la Revolución Francesa.
La concepción individual de la política en Estados Unidos explica, en parte, la debilidad en la implantación del Estado del Bienestar y la poca legitimidad de la intervención pública
Es cierto que, a grandes rasgos, podemos considerar que el partido Republicano es un partido conservador y, por tanto, homologable a la derecha europea; y el partido Demócrata es más progresista y cercano a la izquierda en nuestro continente. Sin embargo, el mínimo ahondamiento en el análisis demuestra las debilidades de esta equiparación. Por ejemplo, en Estados Unidos se denomina a los simpatizantes demócratas como liberals, hecho que ya cuestiona el uso del marco cognitivo europeo donde el término liberal, al menos desde el siglo XX, es más usado como propio del liberalismo económico que propugna la desregulación del mercado y, en consecuencia, es contrario a lo que entendemos vulgarmente como “izquierda”.

El sistema electoral estadounidense

El eje izquierda-derecha no es adecuado para definir el sistema de partidos estadounidense con rigor; necesitamos al menos incorporar otros elementos a la definición. No obstante, si usamos ese eje para situar los proyectos de los grandes partidos, encontramos que los demócratas estadounidenses tienen posiciones moderadas incluso respecto a la socialdemocracia europea y que no existe ningún partido institucionalmente relevante con posiciones más radicales. Cabe preguntarnos, entonces, por qué motivos no encontramos un partido con propuestas más progresistas en Estados Unidos.

Un primer condicionante indiscutible de ese sistema de partidos es el sistema electoral. Tanto en las elecciones presidenciales como en las legislativas se usa un sistema mayoritario (“winner-takes-all”) que reduce el incentivo de los terceros partidos para presentarse debido a las dificultades de obtener representación. Este efecto de los sistemas mayoritarios ha sido ampliamente discutido en la ciencia política.

Así pues, podemos deducir que los sistemas electorales mayoritarios merman la pluralidad parlamentaria y, además, generan que el discurso con impacto mediático (más allá de que puedan existir movimientos alternativos minoritarios) tienda a situarse más en el centro si lo comparamos con el marco europeo, como vemos en el relato demócrata incluso ahora que el Gobierno de Trump ha significado una polarización política palpable. El sistema presidencialista y el menor peso que tiene en la toma de decisiones la Cámara legislativa también son elementos institucionales que, en menor medida, desincentivan la competición electoral de partidos de izquierda no mayoritarios.  

El limitado recorrido discursivo que ha tenido el Partido Demócrata hacia la izquierda se encuadra también en elementos menos tangibles que definen el marco conceptual de la política estadounidense. La guerra fría y la persecución interna del comunismo, con su más bochornoso ejemplo en la “caza de brujas” del senador McCarthy durante los años cincuenta, deslegitimaron el extremismo de izquierda hasta el punto de que aún hoy simplemente la etiqueta “socialista” es abiertamente criticada por un sector del partido demócrata, mientras en varios países europeos se siguen presentando a las elecciones partidos cuyos nombres incluyen el término “comunista”.

Hay otra cuestión fundamental: el proyecto de Estados Unidos como nación (o su proyecto constitucional, si se prefiere más concreción y para evitar debates estériles) tiene como pilar fundamental la libertad del individuo. EUA es un país que crean, en gran parte, personas que huyen de la represión religiosa de Europa –aún hoy es clara la diversidad de iglesias evangelistas y sectas religiosas en el país– y desde sus inicios ve en la libertad individual el fundamento de su justificación ideológica. Lo ilustran la importancia de las diversas luchas por los civil rights o la palabra “libertad” grabada en las monedas.

La izquierda europea que surge del socialismo marxista y del movimiento obrero se basa siempre en un concepto comunitario, donde el colectivo –la clase– es la raíz de la filosofía y el inicio de la construcción de los proyectos ideológicos y de transformación social.

La concepción individual de la política en Estados Unidos explica, en parte, la debilidad en la implantación del Estado del Bienestar y la poca legitimidad de la intervención pública, que se ve por encima de todo como una incursión externa en ese espacio de libertad fundamental de la persona: el Estado como intrusión, no como cuidador ni garante de los derechos sociales.

En resumen, determinados factores históricos, políticos e institucionales han conducido a que en muchos países no haya partidos de izquierdas en sentido estricto. Difícilmente se puede incidir en el corto plazo en esos condicionantes, pero merece la pena prestar atención a su existencia para intentar modelarlos paulatinamente sobre todo mediante la construcción de relatos políticos superadores de estas limitaciones. Sin embargo, el sistema institucional que hemos comentado sí es una cuestión concreta y modificable legalmente que representa uno de los principales factores de mantenimiento del statu quo en la potencia estadounidense. Unos cuantos candidatos demócratas han abogado en los últimos meses por eliminar el Colegio Electoral, es decir, el sistema de elección indirecta con el que Donald Trump y George Bush llegaron a ser presidentes con 2.800.000 y 500.000 votos menos que su contrincante, respectivamente. Seguramente, aunque con escasas posibilidades de prosperar, esa es una de las propuestas más revolucionarias que están surgiendo en el moderado debate de las primarias demócratas y quizás serviría como disparador de otras reformas que facilitaran la presencia institucional de proyectos políticos transformadores.   

Autora

Julia Miralles de Imperia

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