Como
todos los años, cuando se acerca Navidad, se evidencia la precaria
laicidad del Estado venezolano. Así, se llenan todos nuestros espacios
de réplicas del pesebre, alusiones a la Virgen y fechas que fueron
determinadas festivas por el calendario católico. Entonces, como tantas
otras veces, quiero que pensemos en el tema de la laicidad como un
principio que quedó implícito en la Constitución de 1999 y que sin duda
debe quedar claramente establecido en la futura norma suprema.
Quizás es bueno iniciar esta nota aclarando que quien suscribe estas
líneas se reconoce como católica, por ende, no tengo un rechazo hacia la
catolicidad y su modo de ser sino que reconozco el derecho individual
de toda persona, determinada o no, de decidir su religiosidad, y rechazo
la hegemonía que, sobre la base de una naturalización, sigue contando
la Iglesia Católica.
Una primera idea quiero que tomemos en cuenta: todos los derechos
están en relación con el sistema político, con el sistema económico y,
también, con la visión religiosa de un Estado, y aunque esto nos
lo presenten como una caricatura, generalmente limitado a los casos de
los países musulmanes, tiene una incidencia práctica en la vida de cada
uno de nosotros.
Por ejemplo, todas las reivindicaciones de derechos civiles de las
mujeres pasan por exigir una lectura diferente a la que la religión ha
impuesto de los roles de género. La mujer en el catolicismo siempre está
entre dos extremos: ser la buena y dulce Madre de Jesús que acepta el
destino que le impone Dios o ser la condenable María Magdalena que vive
con un código de libertad que no es propio para una mujer devota.
Y las mujeres hemos ganado salir de esa lectura dual. Hay muchas
otras maneras de ser mujer y la realidad no es tan absoluta como los
planos de disyunción bueno/malo de esta leyenda, porque, por ejemplo,
antes de la maternidad de la Virgen, el Ángel Gabriel le consulta si
acepta al hijo, lo cual es un derecho negado en nuestro país al universo
de mujeres que consigue penalizada cualquier respuesta negativa hacia
una maternidad no deseada cuando una criatura ha sido ya concebida.
Por eso tenemos que entender que exigir un Estado laico es un
presupuesto para un avance firme en la igualdad de género, pues de lo
contrario estamos siempre en una especie de chantaje, temiendo la toma
de decisiones, por cualquier vía, que afecte los intereses o las
posiciones de los grupos religiosos.
Nos quedan otros asuntos como el derecho a la religión que tienen
todas las personas que no profesan el catolicismo y que merecen no ser
atropelladas por cultos, símbolos y costumbres que les son ajenas o de
los que se manifiestan abiertamente en contra.
Por ejemplo, si se diere el caso de un alcalde que se declara ateo,
¿por qué tiene este que dedicar su gestión a financiar la parroquia de
su municipio? Una cosa fascinante en este tema es la delicada frontera
entre lo cultural y lo religioso. Lo primero, formando parte de los
derechos, debe financiarse y promoverse con el erario público, lo que no
debe hacerse en el segundo caso.
¿Cuál es el problema en este tema? Es tan sencillo como que las
personas, según la Declaración Universal de los Derechos Humanos, los
tratados que la desarrollan y nuestra Constitución no pueden ser objeto
de ninguna discriminación en función de su religión y podría ser
discriminatorio que las fiestas o cultos de una confesión se financien y
los de otra, no.
Mirar el mapa regional también nos trae otras consideraciones sobre
el tema, puesto que en el corazón de las comunidades latinoamericanas ha
entrado en declive el tradicional catolicismo, lejano a la realidad de
la gente y su modo de sentir, para la penetración de una nueva
cristiandad.
Una que ha sido considerada un factor decisivo para la
reconfiguración del mapa político del continente y que lo ha hecho girar
a la derecha, incluso a la ultraderecha, como es el reciente caso
de Brasil.
En el caso venezolano, puede que las realidades religiosas nos
sorprendan porque solemos prestarle bastante poca atención y repetir,
automáticamente, que el catolicismo es la fe de la mayoría de la
población, o no mirar cuál es la importancia en la política de los temas
religiosos.
La laicidad tiene, como concepto jurídico, su génesis en el modelo
francés que declaró en la revolución la separación del Estado y de la
Iglesia y que dispuso en 1905, por medio de una ley que todas las
iglesias, incluso la católica, eran una asociación civil con régimen
igual a las otras entidades de esa naturaleza, a la vez que distintas y
separadas de la administración pública.
Por esta vía, lo religioso tiene derecho a existir incluso en la
educación de los niños y en la celebración de cultos, pero esto se hace
fuera de la esfera pública y sin dinero emanado del Estado. En los
espacios destinados a la administración pública, los tribunales, los
hospitales y las escuelas, no se practica ningún rito o rezo, ni se
colocan símbolos religiosos. La única excepción que se ha reconocido es
la decoración de Navidad que, pese a ser la fiesta principal de la
cristiandad, ha sido interpretada por tribunales como formando parte de
una cultura que trasciende a los que se reconocen y practican religiones
cristianas.
Sin embargo, estos conceptos que parecían estar consolidados y habían
pasado décadas siendo interpretados de manera pacífica han empezado a
revisarse porque la tolerancia religiosa universal que proclaman ha sido
cuestionada por quienes temen que los musulmanes modifiquen las bases
de la sociedad europea. Sin duda, algunos de los cuestionamientos
develan una creciente islamofobia pero, en todo caso, no podemos tomar
el concepto en su dimensión clásica sin reconocer que en recientes
disertaciones y decisiones judiciales ha sido reconfigurado.
Con todas estas ideas, mirando el panorama actual del mundo, este es
un debate urgente para nosotros, pues las cosas han venido cambiando y
nuestros movimientos sociales supieron hacerse de un movimiento
constitucional que amplió sus derechos en Venezuela, Bolivia y Ecuador,
pero que en nuestro país no pudo tocar las reglas jurídicas que
determinan las relaciones fundamentales que son el Código Civil y el
Código Penal, por el miedo a las reacciones que los grupos religiosos
podrían tener.
Ahora, es tiempo de mirar que mientras eso pasaba y lo religioso
seguía sin llamar verdaderamente nuestra atención, vinieron
conformándose nuevos grupos, con reglas conservadoras, que son capaces
de influir de manera definitiva en la realidad política de nuestros
países, lo que ha de ser suficiente razón para que nosotros lo debatamos
en estos tiempos constituyentes.
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