Qué
triste ha de ser el tener que alegrarse por la victoria de un personaje
como Jair Bolsonaro. La oposición venezolana, en su orfandad de
líderes, no tiene más remedio que vivir de los éxitos de los peores
especímenes de la fauna de la ultraderecha. [Y pensar que en esa
oposición hay personas y personajes que juran ser de izquierda].
Ya
lo hizo en su momento con el infame estadounidense George W. Bush y con
el ruin colombiano Álvaro Uribe, para solo mencionar dos de sus
presidentes favoritos a lo largo de estos 20 años.
Otras
veces, la dirigencia opositora venezolana ha expresado su apoyo a
líderes cuyo mérito más relevante ha sido la de ser el adversarios de la
opción izquierdista, como los candidatos que se han enfrentado a Evo
Morales en Bolivia y los que se opusieron a Lula Da Silva y a Dilma
Rousseff en Brasil o a Rafael Correa, en Ecuador. Por cierto, los
nombres de estos políticos han caído en el más oxidado de los olvidos.
En
las elecciones de Estados Unidos, la naturaleza de nuestra oposición se
inclina habitualmente hacia los Republicanos, aunque en el último
proceso algunos tenían dudas acerca de la bestia Trump. Igual, cuando
ganó estuvieron felices, en especial desde que comenzó a aplicar sus
arbitrarias sanciones contra Venezuela. Admirar a Trump no los deja muy
bien parados en su pose de adalides de la democracia que luchan contra
una tiranía, pero “eso es lo que hay” por ahora en la Casa Blanca.
Hasta
hace poco, el caso más notable de apoyar a “quien sea” con tal de que
sea enemigo de la Revolución venezolana era el de Iván Duque, en
Colombia. La derecha venezolana se lanzó con todo a respaldarlo a
sabiendas de que es el muñeco del ventrílocuo Uribe, enemigo jurado del
chavismo. Además, la oposición criolla vio en Duque la opción para
evitar el triunfo del candidato presuntamente chavista Gustavo Petro,
aunque ha quedado demostrado que Petro es los que prefieren indefinirse
sobre la base de cálculos electorales que, dicho sea de paso, hasta
ahora le han salido mal.
Pues
bien, cuando se creía que Trump y Duque eran el llegadero de una
oposición desesperada, ha aparecido Bolsonaro en el horizonte y se ha
convertido en presidente de Brasil con los votos del pueblo, pero
basándose en el discurso más antipopular, segregacionista y atrasado que
alguien hubiera podido imaginar.
Imbuidos
por esa nueva victoria ajena de la ultraderecha, los opositores
venezolanos se animan a despojarse de varias de sus máscaras. Veamos:
Los
mismos que denuncian la existencia de presos políticos en Venezuela, se
congratulan por el triunfo de alguien que ganó gracias a que el
candidato favorito está injustamente privado de libertad y, según el
presidente electo, se va a podrir en la cárcel.
Los
mismos que denuncian crueles torturas en las ergástulas del Sebin,
apoyan a un sujeto que hace apología de los tormentos aplicados por la
dictadura que gobernó Brasil entre 1964 y 1985; que ha elogiado
públicamente al esbirro que torturó a la expresidenta Rousseff; y que ha
afirmado, sin espacios para la interpretación (no me vengan con que
está fuera de contexto), que el error de la dictadura fue torturar, en
lugar de matar.
Los
mismos que dicen luchar por los logros de las sociedades democráticas
que consideran más avanzadas, han terminado aplaudiendo a un elemento
que está en contra de las más elementales reivindicaciones sociales, las
que se han ido conquistando trabajosamente desde el siglo XIX, como la
igualdad étnica y de género, la libertad de preferencia sexual, los
derechos de los pueblos originarios y los de las futuras generaciones a
disfrutar de un ambiente sano.
Los
vítores de la clase opositora venezolana a este emblema del retorno a
los peores tiempos de América Latina es una prueba más de su debacle
política y moral. Es una alegría que da tristeza.
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