Por Clodovaldo Hernández
Qué cosa tan sospechosa es el
antimilitarismo de ciertos personajes venezolanos que, a la vez,
simpatizan abierta o sigilosamente con una invasión extranjera y
coinciden de manera inequívoca con los valores de la democracia que
Estados Unidos pretende exportar al resto del planeta.
Leo sus artículos, sus análisis o sus tuits (algunos no pasan de
un tuit, no porque sean muy modernos sino porque el tuit es perfecto
para los argumentos cortos) y trato de entender su punto. Ellos se dicen
civilistas y por eso rechazan a Bolívar y a la historia patria en
general, porque aquellos tiempos fueron de una peleadera de nunca
acabar, una sucesión de batallas, tiros, espadas y barbarie.
También, claro, rechazan a todo el que haya reivindicado a Bolívar y a
sus gestas, empezando, adivinen por quién… claro, por Chávez, que en la
versión de de la historia contemporánea propalada por estas personas fue
el perverso caudillo que nos sacó de nuestro camino de democracia casi
escandinava y nos devolvió al de las armas y esas cosas feas.
Es por esa vía que estos compatriotas también lanzan sus
proclamas antimilitaristas enfocadas en la milicia, a la que consideran
una perversión, una afrenta contra su cosmovisión .
Okey. Podría entender a esta gente si de verdad fueran pacifistas
antimilitares, comeflores, hippies, fans de John Lennon… qué se yo.
Pero no me la ponen fácil. Porque muchos de ellos son gente que, en una
especie de bipolaridad política, tripea con otro tipo de militares y
tiene estremecimientos de emoción pensando en que vengan los Marines.
¿Entonces, cómo es la vaina?
En buena medida, parece que el civilísimo de nuestra actual
derecha es un civilismo despechado, consecuencia de haber perdido el
control del estamento militar que la democracia puntofijista alcanzó
eficazmente durante un largo tiempo.
En términos más inmediatos, el despecho
es producto de no haber podido perforar la coraza de la Fuerza Armada
Nacional Bolivariana. Cabe sospechar que si hubiesen funcionado las
exhortaciones, las amenazas, los chantajes y las extorsiones mediante
las cuales han pretendido que los altos mandos se sumen al golpe
orquestado en Washington, hoy esos civilistas tendrían un discurso muy
distinto.
Lucubremos: si John Bolton, Marco Rubio y CIA hubiesen encontrado
al Pinochet que andan buscando, mucho sospecho que esos civilistas hoy
estarían rindiéndole honores o pidiéndole un autógrafo, como hicieron
las doñitas fashion con los führer de pacotilla de la plaza Altamira en
2002.
Lo malo es que hasta ahora tan solo han podido cuadrarse al
“Pollo” Carvajal (a quien luego han hecho preso) y a ciertos “altos
oficiales” cuyo gran mérito militar han sido robarse hasta los clavos de
la cruz en los organismos públicos donde han sido ubicados, en mala
hora.
Pensando maliciosamente, uno podría sospechar que a los
civilistas de la derecha lo que les corta la nota (y lo que están
tratando de impedir) es que Venezuela tenga un cuerpo de milicia que
podría hacerles difíciles las cosas a un ejército invasor, por más que
venga con los mejores armamentos, soldados y mercenarios nacidos para
matar. No sería la primera vez, por cierto, que los gringos salieran
aporreados por un pueblo militarmente inferior. La historia muestra
varios casos, algunos bastante recientes.
Más allá de la coyuntura actual, en cualquier momento, el colmo
de un antimilitarista es ser proestadounidense, porque si hay un país
militarizado hasta los tuétanos, ese es EEUU.
Primero exterminaron a los pueblos originarios con el argumento
de que eran salvajes, luego se enfrentaron entre norte y sur porque unos
eran de derecha y los otros de ultraderecha, y de allí en adelante se
dedicaron a inventar guerras bien lejos de su territorio, a meterse en
las guerras ajenas y a poner a otros a hacer la guerra, para venderles
armas.
Nuestros antimilitaristas progringos (¡vaya contrasentido!) se
olvidan de que fue un presidente militar, el superhéroe Dwigth
Eisenhower, el que acuñó el término “complejo industrial-militar” para
explicar quién manda de verdad-verdad en Estados Unidos, al margen de si
en la Casa Blanca está un señor respetable como James Carter (por
encontrar un ejemplo escaso), un criminal de guerra, como cualquiera de
los Bush o un payaso como ustedes saben quién.
La mayoría de los integrantes de la
élite política estadounidense, tanto republicanos como demócratas, le
deben sus carreras políticas a ese complejo industrial-militar, y es por
eso que todos los presidentes (hasta el bonachón Carter) siempre
terminan haciendo una guerra nueva o continuando la que han heredado.
Algunos hasta se han creado su propia guerra para salir de algún brete
en el que se han metido, como Clinton después de su affaire con Mónica
Lewinsky.
Si lo caricaturizamos un poco, solo con fines pedagógicos, podemos
decir que sube el telón y aparece un almirante estadounidense, con su
portentoso uniforme de la Navy, y dice que “si Maduro sigue en pie para
diciembre”, habrá una intervención militar directa de EEUU para
derrocarlo. El público, integrado por los civilistas criollos, lo
aplaude a rabiar. Baja el telón. Luego, sube el telón y aparece el
ministro Istúriz con su modesto uniforme de la Milicia Nacional
Bolivariana. El público de civilistas lo abuchea, lo amenaza con
procesarlo por delitos de lesa humanidad y le lanza tomates podridos, a
pesar de que están carísimos.
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