por:Azahara Palomeque
En un sistema orientado al beneficio de las
grandes corporaciones, los gastos médicos son una de las principales
causas de pobreza y obligan a millones de ciudadanos a declararse en
bancarrota
Azahara Palomeque

Hospital Prince William en Manassas, Virginia (EE.UU.).
Novant Health
Sandra Carrera aún llora la muerte de su padre. Manuel
Carrera falleció el 16 de agosto de 2018 de una embolia en un hospital
de Austin, Texas. A sus 75 años, nadie se esperaba un final tan
fulminante; transcurrieron sólo unos días desde que fue ingresado con
los primeros síntomas hasta su último aliento. Al dolor de la familia se
sumó una factura médica que todavía arrastran: “fueron 398.000 dólares
por cuatro días y se murió” –aclara Sandra. Cuando le pregunto qué
hicieron para asumir el coste, me cuenta la historia entera.
Principal causa de pobreza
En Estados Unidos los gastos médicos son una de las principales causas de pobreza y
obligan cada año a millones de ciudadanos a declararse en bancarrota.
Este problema se da tanto en gente que cuenta con cobertura sanitaria
como en aquéllos que no están asegurados, y responde a una amalgama de
factores entre los que se encuentra el elevado precio de la atención
médica, sometida a los intereses de grandes corporaciones. Se suma a
ello la complejidad de un sistema de salud ramificado en multitud de
subsistemas y cláusulas, tantos que casi resulta imposible navegar el
entramado. Si para los ciudadanos más pobres existe un programa que
asiste con los gastos llamado Medicaid, en el que actualmente están
inscritos unos 75 millones de personas, Medicare cubre a los ancianos y
una serie de ONGs prestan servicios puntuales, sin que ninguna de las
opciones disponibles reduzca los costes a cero. A veces, como en el caso
de Sandra Carrera, el mismo hospital cuenta con un programa de caridad
para disminuir los costes de sus clientes.
las compañías de seguros determinan los precios en función de la edad del asegurado; el coste promedio es de unos 440 dólares al mes por persona, se reduce a 244 en la treintena y sobrepasa los 500 dólares para quienes superen los sesenta años.
En pleno proceso de duelo –explica Sandra– su familia tuvo que
enfrentarse al interrogatorio de una trabajadora social y demostrar su
insolvencia económica. Al final, la factura se quedó en 58.000 dólares.
“Mi mamá limpia casas ahora. Mis hermanos y yo mandamos dinero”
–prosigue– “También te diré que ayudó que mi papá sembró mucho en la
comunidad y los costos del funeral los pagó la comunidad, y han
contribuido mucho al pago del hospital”. Que los Carrera recurrieran al crowfunding como alternativa para paliar la ruina causada por la enfermedad de un ser querido no es novedad. Según Time magazine, un tercio de todas las donaciones efectuadas a través de la web GoFundMe se
destina a cubrir gastos médicos. Desde 2010, la fundación ha recibido
un total de 650 millones de dólares. Este alivio, tan incierto como
insuficiente, no compensa la injusticia vivida: “la falta de humanidad
en el momento de decisiones tan importantes fue traumante” –afirma.
La situación no es necesariamente más halagüeña para los que cuentan
con seguro médico. La cobertura depende de lo que se pague por ellos y, a
menudo, son los propios ciudadanos quienes tienen que barajar el
riesgo que corren: las pólizas más asequibles no se hacen cargo de los
tratamientos más caros. Por otra parte, las compañías de seguros
determinan los precios en función de la edad del asegurado; el coste
promedio es de unos 440 dólares al mes por persona, se reduce a 244 en la treintena y sobrepasa los 500 dólares para
quienes superen los sesenta años. Aunque muchas veces la cuantía de la
póliza se asume entre el ciudadano y su empresa, éste debe afrontar otro
tipo de gastos como copagos, servicios extras, y la franquicia, cuyo
precio medio es de 4.500 dólares, sin obviar que estará expuesto a
perder el seguro si se queda en el paro.
Entre las desventajas de este intrincado sistema se encuentra también
la imposibilidad de calcular el precio total de la factura, que llega
dividida en múltiples conceptos y desde distintos departamentos
–urgencias, ginecología, quirófano, etc. La experiencia de los pacientes
se asemeja mucho a la de entregar un cheque en blanco, hasta el punto
de que la mayoría de los centros de salud no aceptan a los pacientes sin
que antes hayan firmado una declaración comprometiéndose a asumir los
gastos independientemente de lo que estipule su seguro. Sólo en contadas
excepciones se es consciente de cuánto cuesta cada servicio, como bien
sabe Lizabel Mónica. En pleno proceso de dar a luz pudo comprobar cómo
el anestesista hacía visitas frecuentes a su habitación, presionándola
para que comprara alguno de los “paquetes” disponibles a pesar de que
ella había pedido tener un parto natural sin ningún tipo de sedación.
¿Y Obamacare?
Si la injusticia imperante en el sistema sanitario estadounidense es
motivo de preocupación, antes de que entrara en vigor en 2014 la Ley
ACA, conocida como Obamacare, la situación era mucho peor. Esta ley, que
ha reducido el número de ciudadanos sin seguro médico de 45 millones en
2013 a los 27’5 actuales, es considerada uno de los mayores logros en
la sanidad del país en las últimas décadas. Entre las medidas más
exitosas destacan la creación de un mercado virtual con varios seguros
disponibles y la subvención parcial de la póliza para ciudadanos de
clase media-baja. Además, la ley implementó una serie de restricciones a
las compañías de seguros que terminaron con prácticas habituales hasta
el momento, como denegar la cobertura a los pacientes ya enfermos o
cobrar más a las mujeres por la misma póliza. No obstante, desde todo el
espectro ideológico se ha criticado que el incremento en el número de
asegurados se efectuara a través de la imposición de una multa para
quienes no estuvieran asegurados –695 dólares–, una medida que ha sido
recientemente revocada. En su testimonio en primera persona para el
periódico Vox, Holly Wood señaló cómo la multa penalizó precisamente
a quienes apenas podían llegar a fin de mes. “Obamacare universalizó la
expectativa de un seguro, no la atención médica” –matiza. En efecto, la
ley hizo poco por regular los precios de los servicios sanitarios y
palió sólo parcialmente los abusos a que están sometidos los ciudadanos
con cobertura.
Uno de los mayores problemas de la sanidad estadounidense es su
coste: sin ningún tipo de control por parte del gobierno –a diferencia
de lo que ocurre en la mayoría de países occidentales–, los precios de
los medicamentos, las pólizas de seguro, los copagos y las franquicias
suben anualmente impulsados por una industria millonaria que se
beneficia directamente de la enfermedad de los ciudadanos. Las
subvenciones, en un sistema que depende de grandes corporaciones para
curar a sus pacientes, no hacen sino enriquecer a sus equipos
directivos, que tienen vía libre para seguir aumentando sus ganancias.
Según la BBC, los precios de los seguros se han duplicado desde
2014. Por otra parte, en el país líder mundial en gasto sanitario, la
dependencia de lo privado hace que buena parte de ese dinero no se
destine a curar a los pacientes, sino a campañas de marketing y costes administrativos, como destaca The Atlantic.
Finalmente, el móvil siempre lucrativo de la sanidad provoca que no se
implementen campañas de prevención: a mayor número de enfermos, más
negocio.
Desconfianza en el sistema
La gravedad de la situación es tal que los debates en torno a la sanidad continúan protagonizando la campaña de las elecciones de 2020
Valeria Canelas se encontraba estudiando en la Universidad de Notre
Dame, en Indiana, cuando comenzó a sentir molestias estomacales,
seguidas de sangrado rectal. Asustada, acudió inmediatamente a
urgencias, donde pasó varias horas entre la espera y los análisis que le
hicieron hasta que, finalmente, fue diagnosticada con una
diverticulitis, para la que le recetaron dos semanas de antibióticos.
Sin embargo, lejos de remitir, los síntomas empeoraron tanto que
llegaron a convertirse en una “verdadera pesadilla”: vómitos constantes,
náuseas, dolor de cabeza, malestar general y un miedo atroz a lo que
pudiera pasarle, acrecentado por la distancia de su pareja en España y
de su familia en Bolivia. Al cabo de nueve días, casi incapaz de
levantarse de la cama, decidió acudir a su centro de salud en busca de
una solución. El doctor que la atendió esta vez se llevó las manos a la
cabeza, tanto por el diagnóstico como por los medicamentos que le habían
dado, capaces, a su juicio, de “matar a un caballo”. Al día siguiente,
un especialista le aseguró que “no veía nada raro” y que quizá el
sangrado se debía a hemorroides internas. La pesadilla fue poco a poco
mitigándose a medida que el cuerpo de Valeria se adaptaba a vivir sin
los antibióticos. Tras meses de habitar en la normalidad, empezaron a
llegarle facturas por valor de 6.997 dólares, de las que el seguro
cubría 6.006. Después de pagar al especialista, Valeria decidió no
asumir el resto: “me resultaba indignante tener que pagarle al hospital
por casi matarme”. Al cabo de dos años, se marchó del país dejando una
deuda de 840 dólares y 67 centavos.
La experiencia anterior es relevante en cuanto que ilustra no sólo
los elevados costes de la atención médica, sino la tendencia a proveer
diagnósticos errados y precipitados, inflar el número de pruebas
necesarias para llegar a tales conclusiones y medicalizar a pacientes
innecesariamente en busca del beneficio económico. El hecho de que los
seguros, las farmacéuticas, y los médicos –que cobran en función de los
diagnósticos– se lucren con la enfermedad, a menudo resulta en unos
cuidados susceptibles de convertirse, como en el caso de Valeria, en
pesadilla. De hecho, no es extraña la cronificación de dolencias
curables en un país cuya tercera causa de muerte son
los errores médicos. Todo lo anterior se materializa en una
generalizada desconfianza en el sistema que, o bien disuade a muchos
enfermos de acudir al médico, o bien los obliga a peregrinar de consulta
en consulta en busca de algún facultativo que priorice la salud de sus
pacientes frente a los intereses económicos.
Un futuro incierto
Le escribo a Valeria para darle las gracias por su testimonio, tan
valiente, y para compartir una historia personal: hace casi diez años,
recién llegada a Estados Unidos, sufrí una serie de infecciones de orina
que me fue diagnosticada como “cistitis intersticial”, una enfermedad
crónica para la que me recetaron un tratamiento que, de haberlo seguido,
me habría provocado la calvicie inmediata. También aquellas pastillas
podían matar a un caballo. Por suerte, pude acudir a mi urólogo en
España, quien echó por tierra el anterior diagnóstico y logró curarme en
seis meses y sin efectos secundarios. Siempre pienso que, si me hubiera
dejado guiar por la doctora estadounidense, ahora no tendría pelo,
sería una enferma medicada de por vida, con la autoestima por los suelos
y probablemente arruinada –le cuento. Y ella responde sagaz, afirmando:
“cuántas personas no habrá que, ahora mismo, están experimentando
problemas de salud graves causados por esos diagnósticos sin
fundamento”.
Probablemente muchas, demasiadas. La gravedad de la situación es tal
que los debates en torno a la sanidad continúan protagonizando la
campaña de las elecciones de 2020. Entre las varias opciones demócratas
que se discuten están las propuestas de Joe Biden –mejorar Obamacare– y
de Bernie Sanders –Medicare for all, o un único sistema financiado por
un impuesto común que, sin reducir la dependencia del sector privado, lo
regule de manera más restrictiva. Queda por ver si no se desvanecen
ambas con una victoria republicana.
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