Las poderosas reacciones populares de Ecuador y Chile han puesto en tela de juicio los dogmas del neoliberalismo, que más que dogmas son cantaletas.
Se trata de afirmaciones que han servido, principalmente, para mantener sometidas a grandes masas y tranquilizar las conciencias de un sistema basado
en la tesis de que el progreso de una sociedad depende de que sus ricos
puedan volverse (sin recato alguno) cada vez más ricos, y de que los
pobres se resignen (si es posible, con alegría) a ser cada vez más
pobres.
Desde el esclavismo
No es algo nuevo, en verdad. Ya las
sociedades esclavistas que dieron origen a las potencias capitalistas
actuales y a las clases dominantes de nuestras naciones practicaban la
estigmatización de quienes se alzaban contra su bárbaro sistema
de explotación. Durante siglos se esquilmó sin misericordia la fuerza
de trabajo de millones de africanos y afrodescendientes, al tiempo que
se les difamaba tachándolos de holgazanes e indisciplinados.
Después de abolida la esclavitud (por las luchas de los alzados o por un conveniente cambio en el modelo de negocio), ese
mismo tratamiento de explotación-difamación se le ha dado al
campesinado, a la clase obrera y a los pueblos originarios que, gracias a
su vocación de resistencia, han preservado su modo de vida.
Quien lo dude, puede preguntarse cuántas veces ha oído decir (o ha
dicho) que el problema de los negros, de los obreros o de los indios, de
los latinos o de los venezolanos… es que son demasiado flojos.
Una variante que han puesto de moda los
gobernantes neoliberales y los intelectuales que les brindan respaldo es
decir que los gobiernos socialistas, progresistas (a los que también
estigmatizan con el adjetivo “populistas”) han malacostumbrado a los
pobres con sus políticas dadivosas y despilfarradoras. Esa sería la
razón por la cual los excluidos exigen que todo se les dispense a bajos
precios o gratis. En América Latina la cantaleta tiene un corolario: esas dádivas a los pobres son la causa del fracaso económico de los países. Las naciones que se salieron de esa ruta son exitosas… O, al menos, lo eran, hasta que a Lenin Moreno y Sebastián Piñera les han reventado sus paquetes en las narices.
Ha sido hasta ahora -hay que reconocerlo- una construcción propagandística muy potente y bien lograda.
Según ella los países avanzados son aquellos en los que las ideas de
igualdad y justicia distributiva han sido abolidas o son condenadas
socialmente.
Este artefacto ideológico cumple varias funciones. En primer lugar permite
justificar los incrementos de precios y tarifas como si fueran siempre
moralmente aceptables, mientras se descalifica a quienes los objeten,
ubicándolos automáticamente en la categoría de los desvergonzados vagos
y pedigüeños, un lastre para las “sociedades productivas”, que son
-obviamente- las de los semiesclavos contentos de su condición.
Moreno llamó “zánganos” a los pobres que protestaban contra su receta fondomonetarista.
Piñera dijo que quien quisiera el metro más barato debía levantarse más
temprano. Ambas expresiones encarnaron claramente el dogma o la
cantaleta a la que hacemos referencia.
Igualmente, la implantación de
esta creencia ayuda a eso que se ha llamado “la desregulación laboral”,
que no es otra cosa que la eliminación de los derechos de los trabajadores,
conquistados mediante siglos de costosas y sangrientas luchas. La
cantaleta sostiene que si usted es obrero y reclama mejores salarios,
seguro médico, vacaciones, horas extras o el derecho a una pensión en la
tercera edad es porque “es un vago que quiere que le den todo gratis”.
Chulos e hipócritas
Lo más cuestionable de esta cantaleta es su carácter profundamente hipócrita porque si hay algún sector al que “le gusta” que le den todo gratis en este mundo del capitalismo, ese sector es el de las corporaciones transnacionales y las oligarquías nacionales.
La historia de la acumulación
originaria de capital de las naciones que actualmente tienen rango de
potencias económicas nos habla justamente de dos formas de “gratuidad”
igualmente perversas porque fueron impuestas a la fuerza: la ya
mencionada esclavización de generaciones y generaciones de seres
humanos, y el despojo sistemático de las riquezas naturales de los
pueblos colonizados.
¿No era la esclavitud una forma de tener mano de obra gratis? ¿No fue la colonización una manera de obtener gratuitamente (una apropiación sin pago o retribución alguna) enormes riquezas?
Pero no se trata solo de la acumulación
originaria. Si así fuera, y el orden de cosas hubiese cambiado, podría
decirse que aquello fue la realidad de un tiempo histórico al que mal
podemos juzgar con cánones del orden social contemporáneo. Lo que ha
ocurrido es que tanto las potencias que fueron fruto de esa
acumulación originaria como las clases sociales dominantes de los países
que se independizaron políticamente han seguido viviendo de que se les
dé todo gratis o, al menos, muy barato.
Si se revisan, por ejemplo, los
contratos establecidos por las grandes empresas transnacionales
estadounidenses y europeas para explotar los recursos naturales de cada
uno de nuestros países durante los siglos XIX y XX, la palabra gratis
sale a relucir ignominiosamente. Con la complicidad de las oligarquías nacionales y de gobiernos títere, las corporaciones recibieron a cambio de casi nada (¡gratis, pues!), con impuestos exonerados -o apenas simbólicos- el cobre chileno,
el estaño boliviano, el petróleo y el hierro venezolanos y la
producción agrícola de números países del continente y del Caribe (lo
que dio origen a la deplorable denominación de las repúblicas
bananeras). Junto a todos esos recursos naturales fue entregada la
fuerza de trabajo muy barata, de obreros y campesinos casi esclavos.
Cada vez que en la región surgieron gobiernos opuestos al regalo de la riqueza y de la fuerza de trabajo de sus países, Estados Unidos, sus aliados europeos y las clases ricas locales se encargaron de meterlos en cintura.
En el caso particular de Venezuela, buena parte de su burguesía creció y alcanzó niveles obscenos de riqueza
chupando de la renta petrolera, mediante la figura de créditos que
nunca pagaron a instituciones estatales, de impuestos que siempre
evadieron, de contratos para obras públicas con descarados sobreprecios y
de mano de obra semifeudal o explotada miserablemente con la
complicidad de autoridades y de falsos sindicalistas.
Si eso sigue pareciendo demasiado histórico, podemos llegarnos hasta tiempos más recientes en los que, mientras denuestan del socialismo y conspiran para derrocarlo, muchos empresarios hacen negocios con el gobierno,
en especial con los organismos públicos dirigidos por esos funcionarios
que creen (o dicen creer) en el oxímoron de la burguesía
revolucionaria.
La cantaleta en la clase media
En esta visión del mundo, tal como ocurre en muchos otros aspectos de la vida, la clase media es imitadora de las clases dominantes.
Por eso es más que normal oír a personas de este estrato social
referirse, en tono de reproche, al afán de los pobres por recibir todo
gratis.
Esta parece ser una de las convicciones
más arraigadas de todas las subcapas de la clase media, desde los que
recién ingresan a ella hasta los que han pertenecido a ese nivel
socioeconómico por varias generaciones. También están convencidos de que
ellos (en lo personal y como clase social) no sufren de esa anomalía
moral. Se consideran lo que en la cultura dominante llaman self made (gente que se hizo a sí misma, por su propio esfuerzo).
Tal vez la expresión más acabada de esto sean algunos egresados de las universidades públicas venezolanas,
que luego de recibir gratuitamente una formación profesional que vale
cientos de miles de dólares, deploran que en países como Chile o
Colombia los jóvenes protesten porque no pueden pagar los estudios
universitarios. “Es que quieren todo gratis”, sueltan el estribillo.
En estos días de protestas en Ecuador,
Chile y otras naciones de gobiernos ultracapitalistas, y de elecciones
cruciales en Bolivia, Argentina y Uruguay, muchos son los venezolanos de clase media y pobre que repiten orondos las palabras de sus analistas políticos
y económicos favoritos: “Es que esa gente lo que quiere es que les den
todo gratis”. Como irónico detalle anecdótico, muchos de estos “loros
del neoliberalismo”
dicen estas frases luego de haber aceptado gustosamente bonos
gubernamentales o mientras hacen su colita para recibir una caja del
CLAP, que si no es gratis, se parece mucho.
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