Por:Robert Owen Paxton
El fascismo se confunde con la dictadura militar porque sus dirigentes
militarizaron las sociedades y situaron las guerras de conquista en el
centro de sus objetivos
Límites
No podemos comprender bien el fascismo sin trazar fronteras claras
que lo diferencien de formas superficialmente similares. Es una tarea
difícil porque el fascismo fue ampliamente imitado, sobre todo durante
la década de 1930, cuando Alemania e Italia parecían tener más éxito que
las democracias. Aparecieron así préstamos del fascismo tan lejos de
sus raíces europeas como en Bolivia y en China.
El fascismo se confunde fácilmente con la dictadura militar, porque
los dirigentes fascistas militarizaron sus sociedades y situaron las
guerras de conquista en el centro mismo de sus objetivos. Armas
y uniformes fueron para ellos un fetiche. En la década de 1930 las
milicias fascistas estaban todas uniformadas —también lo estaban, en
realidad, las milicias socialistas en aquella era de la camisa de
color—, y los fascistas siempre han querido convertir la
sociedad en una fraternidad armada. Hitler, recién instalado como
canciller de Alemania, cometió el error de vestir una trinchera civil y
sombrero cuando fue a Venecia el 14 de junio de 1934 para su primer
encuentro con el más maduro Mussolini, «resplandeciente de uniforme y
daga». A partir de entonces el Führer apareció de uniforme
en los actos públicos, unas veces con chaqueta marrón, más tarde a
menudo con una guerrera militar sin adornos. Pero mientras todos los
fascismos son siempre militaristas, las dictaduras militares no son
siempre fascistas. La mayoría de los dictadores militares han actuado
simplemente como tiranos, sin atreverse a desencadenar el entusiasmo
popular del fascismo. Las dictaduras militares son mucho más comunes que
los fascismos, porque no tienen ninguna conexión necesaria con una
democracia fallida y han existido desde que ha habido militares.
La frontera que separa al fascismo del autoritarismo es más sutil, pero es una de las más esenciales para la comprensión. He utilizado ya el término, o el similar de dictadura tradicional,
al analizar España, Portugal, Austria y la Francia de Vichy. La
frontera entre fascismo y autoritarismo fue especialmente difícil de
trazar en la década de 1930, cuando regímenes que eran, en realidad,
autoritarios adoptaron parte de la decoración de los fascismos
triunfantes del periodo. Aunque los regímenes autoritarios pisotean a
menudo las libertades ciudadanas y son capaces de una brutalidad
criminal, no comparten el ansia del fascismo de reducir a la nada la
esfera privada. Aceptan espacios mal definidos pero reales de ámbito
privado para «órganos de intermediación» tradicionales como notables
locales, cárteles económicos y asociaciones, cuerpos de oficiales,
familias e Iglesias.
Estos órganos, en vez de un partido único oficial, son los
principales instrumentos de control social en los regímenes
autoritarios. Los autoritarios prefieren dejar a la población
desmovilizada y pasiva, mientras que los fascistas tienden a hacer
participar al público y a movilizarle. Los autoritarios
tienen un gobierno fuerte, pero limitado. Vacilan a la hora de
intervenir en la economía, algo que los fascistas hacen de muy buena
gana, o de embarcarse en programas de seguridad social. En vez de
proclamar un nuevo camino, se aferran al statu quo.
El general Francisco Franco, por ejemplo, que dirigió al Ejército
español en la rebelión contra la República en julio de 1936 y que se
convirtió en 1939 en el dictador de España, tomó prestados claramente
algunos aspectos del régimen de su aliado Mussolini. Se hizo llamar Caudillo y
convirtió a la Falange fascista en el único partido. Durante la Segunda
Guerra Mundial y después de ella, los aliados trataron a Franco como a
un socio del Eje. Fortaleció esa impresión el carácter sanguinario de la
represión franquista, en la que pudieron haber muerto hasta 200.000
personas entre 1939 y 1945, y por los esfuerzos del régimen para impedir
el contacto cultural y económico con el mundo exterior.
En abril de 1945, funcionarios españoles asistieron a una misa por la
muerte de Hitler. Sin embargo, un mes más tarde el Caudillo explicó a
sus seguidores que «era necesario bajar un poco las velas [de Falange]». A partir de entonces la España de Franco,
siempre más católica que fascista, basó su autoridad en pilares
tradicionales como la Iglesia, los grandes terratenientes y el Ejército,
encargándoles básicamente del control social en vez de la cada vez más
débil Falange o el Estado. El Estado franquista intervino poco en la
economía y apenas se esforzó en regular la vida diaria de la gente
siempre que se mostrase pasiva.
El Estado Novo de Portugal difirió aún más profundamente
del fascismo que la España de Franco. Salazar fue, sin duda, el
dictador de Portugal, pero prefirió un público pasivo y un Estado
limitado en el que el poder social se mantuvo en manos de la Iglesia, el
Ejército y los grandes terratenientes. En julio de 1934, el doctor
Salazar prohibió el movimiento fascista portugués, el
Nacionalsindicalismo, acusándolo de «exaltación de la juventud, el culto
a la fuerza a través de la llamada acción directa, el principio de la
superioridad del poder político del Estado en la vida social, la
tendencia a organizar a las masas tras un dirigente político»... No es
una mala descripción del fascismo.
La Francia de Vichy, el régimen que sustituyó a la república parlamentaria tras la derrota de 1940,
es indudable que no fue fascista en un principio, ya que ni tuvo un
partido único ni instituciones paralelas. Un sistema de gobierno en el
que el funcionariado selecto tradicional del país regía el Estado, con
papeles reforzados para los militares, la Iglesia, los especialistas
técnicos y las élites sociales y económicas establecidas, cae claramente
dentro de la categoría de autoritario. Después de que la invasión
alemana de la Unión Soviética en junio de 1941 llevase al Partido
Comunista Francés a la resistencia abierta y obligase a las fuerzas de
ocupación alemanas a actuar con mucha mayor dureza en apoyo de la guerra
total, Vichy y su política de colaboración con la Alemania nazi se
enfrentaron a una oposición creciente. En la lucha contra la Resistencia
aparecieron organizaciones paralelas: la Milice, o policía
complementaria, «secciones especiales» de los tribunales de justicia
para juicios expeditivos de disidentes, la Policía de Asuntos Judíos.
Pero, aunque, como vimos en el capítulo 4, se les diesen a unos cuantos
fascistas de París puestos importantes en Vichy en los últimos días del
régimen, actuaron como individuos más que como jefes de un partido único
oficial.
¿Qué es fascismo?
Ha llegado el momento de proporcionar al fascismo una definición
breve y práctica, aunque sepamos que no nos mostrará todos sus
contenidos, lo mismo que una foto no puede mostrarnos del todo a una
persona.
Se puede definir el fascismo como una forma de conducta política
caracterizada por una preocupación obsesiva por la decadencia de la
comunidad, su humillación o victimización y por cultos compensatorios de
unidad, energía y pureza, en la que un partido con una base de masas de
militantes nacionalistas comprometidos, trabajando en una colaboración
incómoda pero eficaz con élites tradicionales, abandona las libertades
democráticas y persigue con violencia redentora y sin limitaciones
éticas o legales objetivos de limpieza interna y expansión exterior.
Ciertamente, la actuación política exige elegir entre opciones, y las
opciones que se eligen —como mis críticos se apresuran a señalar— nos
hacen volver a las ideas subyacentes. Hitler y Mussolini, que
despreciaban el «materialismo» del socialismo y del liberalismo,
insistían en la importancia básica de las ideas para sus movimientos.
Muchos antifascistas, que se niegan a otorgarles esa dignidad, no
piensan lo mismo. «La ideología del nacionalsocialismo está cambiando
constantemente», comentaba Franz Neumann. «Tiene ciertas creencias
mágicas —adoración de la jefatura, supremacía de la raza superior—, pero
no está expuesto en una serie de pronunciamientos categóricos y
dogmáticos».15 Sobre ese punto, este libro se aproxima a la
posición de Neumann, y ya examiné con cierta extensión en el capítulo 1
la relación peculiar del fascismo con su ideología, simultáneamente
proclamada como algo básico y, sin embargo, enmendada o violada cuando
conviene.16 No obstante, los fascistas sabían lo que querían.
No se pueden desterrar las ideas del estudio del fascismo, pero puede
uno situarlas adecuadamente entre todos los factores que influyen en
este complejo fenómeno. Podemos abrirnos paso entre los extremos: el
fascismo no consistió ni en la simple aplicación de su programa ni en un
oportunismo descontrolado.
Yo creo que como mejor se deducen las ideas que subyacen a las
acciones fascistas es partiendo de esas acciones, pues algunas de ellas
no llegan a expresarse y se hallan implícitas en el lenguaje público
fascista. Muchas pertenecen más al reino de los sentimientos viscerales
que al de las proposiciones razonadas. En el capítulo 2 las llamé
«pasiones movilizadoras»:
- un sentimiento de crisis abrumadora contra la que nada valen las soluciones tradicionales;
- la primacía del grupo, respecto al cual uno tiene deberes superiores a cualquier derecho, sea individual o universal, y la subordinación del individuo a él;
- la creencia de que el grupo de uno es una víctima, un sentimiento que justifica cualquier acción, sin límites legales y morales, contra sus enemigos, tanto internos como externos;
- el miedo a la decadencia del grupo por los efectos corrosivos del liberalismo individualista, la lucha de clases y las influencias extranjeras;
- la necesidad de una integración más estrecha de una comunidad más pura, por el consentimiento si es posible o por la violencia excluyente en caso necesario;
- la necesidad de autoridad a través de jefes naturales —siempre varones—, que culmina en un caudillo nacional que es el único capaz de encarnar el destino histórico del grupo;
- la superioridad de los instintos del caudillo respecto a la razón abstracta y universal;
- la belleza de la violencia y la eficacia de la voluntad, cuando están consagradas al éxito del grupo;
- el derecho del pueblo elegido a dominar a otros sin limitaciones de ningún género de ley divina ni humana, derecho que se decide por el exclusivo criterio de la superioridad del grupo dentro de una lucha darwiniana.
El fascismo, de acuerdo con esta definición, así como la conducta
correspondiente a estos sentimientos, aún es visible hoy. Existe
fascismo al nivel de la Etapa Uno dentro de todos los países
democráticos, sin excluir a Estados Unidos. «Prescindir de instituciones
libres», especialmente de las libertades de grupos impopulares, resulta
periódicamente atractivo a los ciudadanos de las democracias
occidentales, incluidos algunos estadounidenses. Sabemos, por haber
seguido su rastro, que el fascismo no precisa de una «marcha»
espectacular sobre alguna capital para arraigar; basta con decisiones
aparentemente anodinas de tolerar un tratamiento ilegal de «enemigos» de
la nación. Algo muy próximo al fascismo clásico ha llegado a la Etapa
Dos en unas cuantas sociedades profundamente atribuladas. No es
inevitable, sin embargo, que siga progresando. Los posteriores avances
fascistas hacia el poder dependen en parte de la gravedad de una crisis,
pero tam- bién en muy alto grado de elecciones humanas, especialmente
las de aquellos que detentan poder económico, social y político. De-
terminar las respuestas adecuadas a los avances fascistas no es fácil,
porque no es probable que su ciclo se repita a ciegas. Pero estamos en
una posición mucho mejor para reaccionar sabiamente si entendemos cómo
triunfó el fascismo en el pasado.
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