La vista que decidirá el 25 de febrero su extradición a EE.UU. se
celebrará en una cárcel de alta seguridad sin público, mientras Suecia
cierra el montaje de las violaciones
El 21 de octubre Julian Assange compareció ante el tribunal
de primera instancia de Westminster. Debemos al exdiplomático británico
Craig Murray, que logró estar presente en la sesión, una crónica
absolutamente reveladora de lo que allá ocurrió. Murray, que fue
embajador de su país en Uzbekistán, describe en ella lo que ya se
conoce: que la persecución de Julian Assange, con miras a encerrarlo de
por vida en una cárcel de Estados Unidos, no es solo un escándalo
político y un atentado a derechos básicos, sino que también es una farsa
judicial en la que la justicia del Reino Unido actúa, tal como constata
un manifiesto recientemente enviado a las cámaras del país y al
Arzobispo de Canterbury, como “mero instrumento de la represión política
ejercida por Estados Unidos”. Ya lo sabíamos, pero los detalles son
jugosos.
Cuando Assange sale de la celda, “todos los pasillos por los que pasa son evacuados y todas las puertas de las celdas se cierran para garantizar que no tenga contacto con otros reclusos”
Ese día de octubre Assange apareció débil y errático ante la jueza
Vanessa Baraitser, una mujer “cuyas expresiones faciales pasaban del
desprecio al sarcasmo o el aburrimiento” cuando escuchaba a la defensa,
mientras se mostraba “atenta, abierta y calurosa” frente a las
manifestaciones del fiscal.
La jueza denegó de un plumazo todas las alegaciones de la defensa,
que pedía más tiempo para preparar el caso dadas las limitaciones que se
pusieron a los abogados de Assange para ver a su cliente en prisión, la
incautación de los documentos (por agentes de Estados Unidos) que éste
tenía en la embajada de Ecuador, así como para poder atender otro
frente: el que se ha abierto en Madrid a la compañía española de
seguridad UC Global, a la que la CIA encargó la organización del
espionaje del interior de la embajada ecuatoriana en Londres, con
cámaras y micrófonos. Por todo ello, la defensa pedía posponer la vista
que debe decidir la extradición de Assange a Estados Unidos convocada
para el 25 de febrero.
Craig Murray explica en su crónica cómo el fiscal del caso, James
Lewis, se opuso a cualquier postergación y cómo consultaba, en la misma
sala, con tres funcionarios de la embajada de Estados Unidos que, según
sus propias palabras, le daban “instrucciones”. La jueza aprobó todas
sus peticiones.
El acuerdo de extradición entre el Reino Unido y Estados Unidos
(2007) regula en su artículo cuarto que la extradición no ha lugar
cuando su fundamento sea un “delito político”, concepto del que se
excluyen toda una serie de supuestos, ninguno de los cuales es aplicable
al fundador de WikiLeaks. Conforme transcurría la sesión, aumentó el
número de manifestantes que protestaban fuera del edificio. Esa
presencia explica que a media sesión entraran en la sala otros dos
agentes americanos, estos armados.
Al final, denegadas todas las objeciones de la defensa, se decidió
que la vista del 25 de febrero, en la que se resolverá la extradición,
se realice no en la sede del tribunal, sino en la propia cárcel de alta
seguridad de Belmarsh, en la que no hay más que seis plazas previstas
para el “público”.
Probablemente en febrero no tendremos ni siquiera una
crónica sobre el evento como la de Craig Murray, que ningún gran medio
de comunicación ha publicado. Murray cree que la decisión de la jueza
para decidir este cambio “puede haber sido una iniciativa americana”.
Pero lo que más impresionó a Murray fue el estado de Assange: flaco,
envejecido y desorientado en sus declaraciones. Lo mismo dice el veterano periodista John Pilger
que le visitó hace unos días. Es el resultado de su estancia en
Belmarsh, una prisión de alta seguridad en condiciones de aislamiento,
con 23 horas diarias de soledad y 45 minutos para hacer ejercicio en un
patio de cemento. Cuando Assange sale de la celda, “todos los pasillos
por los que pasa son evacuados y todas las puertas de las celdas se
cierran para garantizar que no tenga contacto con otros reclusos”. “No
hay ninguna justificación para que este régimen inhumano, utilizado
contra grandes terroristas, se le aplique a un periodista en prisión
preventiva”, dice Murray.
Tampoco había ningún motivo para que la justicia sueca se negara
radicalmente en su día a tomar testimonio telemático a Assange, sin
necesidad de trasladarse a Suecia, o garantizándole que si accedía a
viajar a ese país para testificar en un caso de falsa violación, no
sería extraditado a Estados Unidos, explica su padre, John Shipton. El
caso sueco llevó a Assange a refugiarse en la embajada de Ecuador, donde
estuvo siete años. Un caso que ha sido cerrado en Suecia por falta de
pruebas.
son los acusados o implicados en crímenes de guerra quienes deberían ser juzgados y encarcelados, y no los valientes que han aportado las pruebas de tales crímenes
La justicia sueca, como la británica, ha sido cómplice de los fontaneros de la WikiLeaks War Room
del Pentágono: 120 personas, analistas, agentes, trabajando 24 horas
sobre 24, siete días a la semana para destruir la red de Assange y la
persona de Assange, tal como explicaba hace años el secretario de prensa
del Pentágono, Geoff Morrell.
El “caso sueco” fue un producto cocinado por el Pentágono. Su objetivo era desprestigiar a Assange con una cuestión de género
–y lo han conseguido– y abrir una ruta alternativa a la extradición
–no ha sido necesario– por si fallaba la del Reino Unido. Su viejo
Parlamento, recordémoslo, se cubrió de gloria cuando acogió con aplausos
la noticia de la detención de Assange en la embajada de Ecuador el
pasado abril, mientras los medios de comunicación establecidos de medio
mundo nos intoxicaban con artículos denigratorios sobre el personaje que
tuvo el atrevimiento de revelar los delitos y vergüenzas de la primera
potencia mundial en sus criminales guerras. El caso da para toda una
enciclopedia de la infamia.
El estado de salud de Assange es preocupante. Después de que el
relator especial de la ONU sobre tortura Nils Melzer certificara como
“tortura psicológica” la persecución de Estado que sufre Assange desde
hace casi una década, 65 médicos y especialistas de todo el mundo han
firmado un documento en el que piden una intervención médica “urgente”
para preservar la salud del prisionero y que sea trasladado a un
hospital fuera del infierno de Belmarsh. Los Estados europeos, indignos ayudantes del sheriff, no se han inmutado con estas noticias.
En una conferencia de prensa celebrada la semana pasada en Berlín, el
relator Nils Melzer explicó su última reunión con los responsables del
departamento de derechos humanos del Ministerio de Exteriores alemán.
Durante todo el mes de octubre, algunos periodistas estuvieron
preguntando al Gobierno alemán su opinión sobre el informe del relator
que califica de “tortura” el trato a Assange, sin obtener respuesta. En
su reunión del día 26 con los funcionarios alemanes, estos reconocieron
abiertamente a Melzer que ni siquiera se habían molestado en leer su
informe que lleva fecha de 31 de mayo. Paralelamente, en la lejana
Australia, la patria de Assange, cuyos políticos se han desentendido por
completo de cualquier iniciativa de defensa y han cooperando con la
persecución, el diputado Barnaby Joyce, vio cómo se le retiraba la
palabra en plena sesión parlamentaria cuando clamaba por la defensa de
Assange en su doble condición de periodista y ciudadano australiano.
La mano del imperio es verdaderamente larga, pero por grande que sea
su victoria el principio sigue ahí con su verdad inapelable: son los
acusados o implicados en crímenes de guerra quienes deberían ser
juzgados y encarcelados, y no los valientes que han aportado las pruebas
de tales crímenes.
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